viernes, 29 de febrero de 2008

Sin Miedo de Elvira lindo


Había un niño en mi colegio que volvía todos los días a casa dándole patadas al balón. Así cruzaba la calle, así esperaba a que el semáforo se pusiera verde, y así nos iba esquivando a los otros niños, charlando entre los jadeos del esfuerzo. Aquel chaval no se iba directamente a casa, se quedaba en el parque y esperaba a que los otros chicos bajaran con la merienda para echar un partidillo. Su madre trabajaba, así que él pasaba el día en la calle. A mí la independencia de aquel chaval me daba entre pena y envidia; me provocaba intriga pensar cómo sería la vida si tu madre no estuviera siempre en casa. De cualquier forma, la libertad con la que nos movíamos los niños era extraordinaria. Recuerdo estar jugando en la puerta del bloque hasta las tantas. Pero en los años ochenta, poco a poco, los niños desaparecieron de la calle, y ya no digamos, los niños solitarios. El sonido de un chaval dando patadas a un balón dejó de oírse. Ese insignificante hecho, en el fondo, cambió el mundo. Los niños empezaron a ir siempre con una chica a su lado, suramericana, africana, de la Europa del Este. La ciudad se pobló de canguros. Llegó a haber tantos canguros como niños. Los padres no concebíamos que un niño pudiera dar un paso sin una cuidadora. Pero resultó que las canguros inmigrantes tuvieron hijos o se los trajeron de sus países, y como las canguros no pueden permitirse el lujo de pagar canguros, el centro de la ciudad de pronto se ha poblado de niños libres: chinos, coreanos, suramericanos, marroquíes. Juegan al balón en cuanto tienen 20 metros cuadrados libres, los ves charlar en los bancos como hacíamos nosotros. Christian y Mayra, por ejemplo, cruzan la ciudad todos los días para ir a la escuela. Se saben el mapa del metro de memoria. A veces, los sábados van a buscar a su madre al trabajo. Tienen doce y ocho años. Sus rasgos son ecuatorianos y su habla madrileña. Extienden su mapa suburbano antes de salir y acuerdan el recorrido. Los veo marchar de la mano, controlando cada paso, llegando a la hora prevista. Van solos al colegio, a hacer recados, a buscar a mamá a barrios lejanos. No tienen miedo, ni su madre ni ellos. Ahí los tienes parece que van a comerse el mundo.

martes, 19 de febrero de 2008

Roberto Arlt por Juan José Saer




En la de Roberto Arlt, varios aspectos aseguran su perduración. Pero antes de señalarlos, tal vez convendría disipar un malentendido que persiste en la estimación vulgar de sus libros. Se suele decir que Arlt escribía mal y, lo que es más grave, se tiende a instaurarlo como modelo y casi como justificativo de la inepcia y de la ignorancia. Escribir mal sería una virtud de quien éticamente es superior, por una especie de vitalismo redentor, a todos aquellos que, de espaldas a la vida y a la famosa realidad, tratarían de escribir bien. Pero hay que desengañarse: por un lado, la acusación de escribir mal alcanzó en su tiempo a escritores tan dispares y grandes como Shakespeare, Cervantes o Faulkner, y tenía menos que ver con su eficacia estilística que con la transgresión que hacían de una retórica perimida; por el otro, lo que Arlt pareciera afirmar en alguno de sus prefacios, aguafuertes y dedicatorias, no es que él escribe mal, sino que muchos de sus contemporáneos consideran que escribir bien consiste en cincelar páginas tan trabajosas como anodinas. A decir verdad, los que por pereza y oportunismo escriben mal, no deberían buscar en Arlt su justificación, ya que haciéndolo se pasan al campo de sus detractores. Basta releer los cuentos de El jorobadito, la sucesión sabia de formas y acontecimientos, la exacta necesidad de cada una de sus frases, la exploración implacable de muchos aspectos del mal, para convencerse de que todos aquellos que, por razones que no tienen nada que ver con la literatura, quieren hacer de Arlt el patrono de sus inepcias, son refutados de antemano por la propia obra de Arlt.
A esta obra podemos concebirla como un vasto laboratorio, en el que sus personajes –Erdosain, el Astrólogo, el narrador de “El jorobadito”, el Escritor fracasado, Eugenio Karl, etc.– actúan constantemente como experimentadores, como agentes, como investigadores de una nueva moral. Ya se ha señalado que las metáforas metalúrgicas, físicas o químicas abundan en la obra de Arlt; podemos agregar que sus personajes manipulan la materia humana como los investigadores de laboratorio las propiedades físicas o químicas de los elementos con los que trabajan. Así, en “El jorobadito”, el narrador introduce a Rigoleto en la casa de la señora X con el fin de precipitar una reacción determinada, del mismo modo que el químico cambia un elemento en un compuesto para observar las transformaciones que se producen. El Escritor fracasado somete al medio literario a una variada serie de experiencias, con el fin de demostrarse a sí mismo ciertas hipótesis de trabajo sobre ese medio, que ya ha elaborado. Y Eugenio Karl, en el admirable cuento “Una tarde de domingo”, pretende asumir lo que él llama el “punto de vista materialista” y divertirse observando a los otros. Lo que Karl disfraza de distancia sádica y de cinismo, no es otra cosa que esa preocupación moral que, separándolo de los hombres, lo induce a manipularlos para que, desembarazándose de las abstracciones sociales, muestren cómo, del nacimiento a la muerte, el mal los trabaja. En otras palabras, Arlt es, antes que nada, en nuestra literatura, el que explora la negatividad, esa negatividad que, por cierto, sus personajes no solamente se limitan a indagar sino que incluso, aventurados, suscitan.
El moralismo intenso de Arlt se expresa a través de su desmesura. Pero también aquí es necesaria una distinción: no hay que confundir desmesura con tremendismo, efecto retórico que pulula en nuestra literatura y que otorga patente de viril, de auténtico y de vagamente verista a más de un prestidigitador de lo arbitrario. La desmesura, en cambio, es de orden trágico. Se sustenta tanto en la noción de transgresión como en la de equilibrio. No basta acumular patetismo para que la desmesura aparezca: es necesario que exista una tensión entre negatividad y positividad, que a través de sus conflictos afloren angustia, culpa, desesperación, pérdida, autodestrucción; en tanto que nuestros tremendistas profesionales parecieran salir de sus peripecias límite limpios de culpa y cargo y con dividendos acrecentados, Arlt es solidario de su obra y traslada a su propia vida, como sugería al principio, la desmesura que la sustenta.
La pertinencia de Arlt se ha afirmado con los episodios recientes de nuestra vida social. La historia ha practicado su desmesura. El choque de una mística voluntarista, provista de una teoría política aproximativa, contra una represión que se autojustifica con argumentos meramente tecnológicos y con abstracciones brutales (orden, familia, liberalismo, geopolítica) corrobora, empeorándolos, algunos de sus pesimismos fundamentales. Pero lo que en Arlt parece sacudido por estremecimientos de grandeza, nuestra historia lo ha rebajado a obediencias de subalternos; lo que en los personajes de Arlt era reflexión constante sobre la condición humana, en nuestros técnicos de la masacre son giros copernicanos presididos por cambios estratégicos cuyas razones, aparte de provenir por la vía jerárquica, todo el mundo desconocía. Lo que en la obra de Arlt proyectan los siete locos, en la realidad lo ha puesto en práctica Saverio el Cruel.
En estos tiempos en que abunda la autocrítica, la visión arltiana del mundo, bien interpretada, puede servirnos para elaborar una crítica de esa autocrítica. Leyendo algunos textos de esa corriente no deja de visitarme la impresión desagradable de que la ideología que sustenta la autocrítica no es diferente de la que sustentaba los errores: parecería que todo se ha debido a faltas estratégicas, defectos de organización, estimaciones políticas inadecuadas. Con sobresaltos morales a posteriori, en muchos casos sin duda sinceros, se observa la magnitud del tendal y se diagnostica. Pero aun cuando nuestra realidad haya sido tremenda, el método tremendista no se justifica. Si la simplificación política tiene un género de expresión privilegiado, es sin duda la historia novelada. Pensar que se abarcará mejor la complejidad de una situación histórica mediante el género inclusivista por excelencia, la novela realista, es ya dar pruebas de un simplismo esencial que invalida de antemano la tentativa. Creyendo aferrar la verdad, el uso de un mal procedimiento no hace otra cosa que producir más ideología; la historia novelada cumple la doble hazaña de tergiversar al mismo tiempo la historia y la novela. El mismo defecto corroe error y autocrítica: la ausencia en estos memorialistas de eso que está presente en Arlt y en toda gran literatura: una verdadera antropología.
A la de Roberto Arlt, el mal, la imposibilidad la atraviesan. El fue capaz de mirarlos de frente, sin optimismo programático ni cálculos estratégicos. Para destacarse en la mera política se necesitan más que galones de almirante o de general, más que los votos canalizados de un partido, más que autodesignarse portavoz de masas abstractas y fantasmales; aun para eso hay que entrar en la negrura de la historia, en la clandestinidad del animal humano y participar de su desmesura, llevando, no verdades reveladas, sino incertidumbre, abandono, modestia, libertad. Pensar y actuar no consiste en superponer capas planas de realidad y cortar lo que sobresale, hasta darle al mundo la forma de nuestros fantasmas, sino en aceptar su diversidad y su amenaza, aunque al contacto de su ardor nuestra omnipotencia quede chamuscada. Arlt era de la raza de los que miran el sol de frente, de los que se aventuran, decididos, por la patria del mal. A diferencia de los que se sobreviven en la plaza pública, hizo sus libros con esa aventura. Y es por eso que hoy no está aquí para contarlo.
Este retrato está incluido en El concepto de ficción, de Juan José Saer.(Editorial Ariel.)

viernes, 15 de febrero de 2008

Los libros (Umberto Eco)


Tenemos tres tipos de memoria. La primera es orgánica: es la memoria de carne y sangre que administra nuestro cerebro. La segunda es mineral, y la humanidad la conoció bajo dos formas: hace miles de años era la memoria encarnada en las tabletas de arcilla y los obeliscos –algo muy habitual en Egipto–, en los que se tallaban toda clase de escritos; sin embargo, este segundo tipo corresponde también a la memoria electrónica de las computadoras de hoy, que están hechas de silicio. Y hemos conocido otro tipo de memoria, la memoria vegetal, representada por los primeros papiros –también muy habituales en Egipto– y, después, por los libros, que se hacen con papel.


Permítanme soslayar el hecho de que, en cierto momento, el pergamino de los primeros códices fuera de origen orgánico, y que el primer papel estuviera hecho de tela y no de celulosa. Para simplificar, permítanme designar al libro como memoria vegetal. En el pasado, éste fue un lugar dedicado a la conservación de los libros, como lo será también en el futuro; es y será, pues, un templo de la memoria vegetal.


Durante siglos, las bibliotecas fueron la manera más importante de guardar nuestra sabiduría colectiva. Fueron y siguen siendo una especie de cerebro universal donde podemos recuperar lo que hemos olvidado y lo que todavía no conocemos. Si me permiten la metáfora, una biblioteca es la mejor imitación posible de una mente divina, en la que todo el universo se ve y se comprende al mismo tiempo.

Una persona capaz de almacenar en su mente la información proporcionada por una gran biblioteca emularía, en cierta forma, a la mente de Dios. Es decir, inventamos bibliotecas porque sabemos que carecemos de poderes divinos, pero hacemos todo lo posible por imitarlos.Construir, o mejor, reconstruir una de las bibliotecas más grandes del mundo puede sonar como un desafío o una provocación.

A menudo, en artículos periodísticos o en papers académicos, ciertos autores se enfrentan con la nueva era de las computadoras e Internet, y hablan de la posible “muerte de los libros”. Sin embargo, el hecho de que los libros puedan llegar a desaparecer –como los obeliscos o las tablas de arcilla de las civilizaciones antiguas– no sería una buena razón para suprimir las bibliotecas. Por el contrario, deben sobrevivir como museos que conservan los descubrimientos del pasado, de la misma manera que conservamos la piedra de Rosetta en un museo porque ya no estamos acostumbrados a tallar nuestros documentos en superficies minerales.Sin embargo, mis plegarias en favor de las bibliotecas serán un poco más optimistas.


Soy de los que todavía creen que el libro impreso tiene futuro, y que cualquier temor respecto de su desaparición es sólo un ejemplo más del terror milenarista que despiertan los finales de las cosas, entre ellas el mundo. He contestado en muchas entrevistas preguntas del tipo: “¿Los nuevos medios electrónicos volverán obsoletos los libros? ¿Internet atenta contra la literatura? ¿La nueva civilización hipertextual eliminará la noción de autoría?”. Ante semejantes interrogantes, y teniendo en cuenta el tono aprensivo con el que los formulan, cualquiera que tenga una mente normal y bien equilibrada pensará que el entrevistador se tranquilizaría si la respuesta fuera: “No, no, tranquilos, todo está bien”. Error. Si les dijéramos que no, que ni los libros ni la literatura ni la figura del escritor van a desaparecer, los entrevistadores entrarían en pánico. Porque si nadie muere, ¿cuál es entonces la noticia? Publicar que murió un Premio Nobel es una flor de noticia; informar que goza de buena salud no le interesa a nadie –salvo, supongo, al Premio Nobel mismo.


Hoy quiero tratar de desmadejar una serie de temores. Aclarar nuestras ideas sobre estos problemas también puede ayudarnos a entender mejor qué entendemos normalmente por “libro”, “texto”, “literatura”, “interpretación”, etcétera. De ese modo veremos cómo una pregunta tontapuede generar muchas respuestas sabias, y cómo ésa es, probablemente, la función cultural de las entrevistas ingenuas. Comencemos por una historia que es egipcia, aunque la haya contado un griego. Según dice Platón en su Fedro, cuando Hermes –o Theut, el supuesto inventor de la escritura– le presentó su invención al faraón Thamus, recibió muchos elogios, porque esa técnica desconocida les permitiría a los seres humanos recordar lo que de otro modo habrían olvidado. Pero el faraón Thamus no estaba del todo contento. “Mi experto Theut –le dijo–, la memoria es un gran don que debe vivir gracias al entrenamiento continuo. Con tu invención, las personas ya no se verán obligadas a ejercitarla. Recordarán las cosas, pero no por un esfuerzo interno sino por un dispositivo exterior.”Podemos entender la preocupación de Thamus.


La escritura, como cualquier otra nueva invención tecnológica, entumecería la misma facultad humana que fingía sustituir y reforzar. Era peligrosa porque disminuía las facultades de la mente y ofrecía a los seres humanos un alma petrificada, una caricatura de la mente, una memoria mineral. El texto de Platón es por cierto irónico. Platón estaba desarrollando su polémica contra la escritura. Pero en su diálogo también fingía que el que pronunciaba el discurso era Sócrates, que nunca escribió nada. Si hoy en día nadie comparte las preocupaciones de Thamus es por dos razones muy simples. En primer lugar, sabemos que los libros no hacen que otra persona piense en nuestro lugar; por el contrario, son máquinas que producen nuevos pensamientos. Sólo después de la invención de la escritura fue posible escribir esa obra maestra de la memoria espontánea que es En busca del tiempo perdido de Proust. En segundo lugar, si en algún momento las personas necesitaron entrenar su memoria para recordar cosas, después de la invención de la escritura tuvieron que entrenarla también para recordar libros. Desafío y perfección de la memoria son los libros, que nunca la narcotizan. Sin embargo, el faraón expresaba un miedo que siempre reaparece: el de que un descubrimiento tecnológico pueda asesinar algo que consideramos precioso y fructífero. Utilicé el verbo “asesinar” a propósito, porque, más o menos catorce siglos después, en su novela histórica Nuestra Señora de París, Victor Hugo narró la historia de un sacerdote, Claude Frollo, que observaba con tristeza las torres de su catedral. La historia de Nuestra Señora de París transcurre en el siglo XV, después de la invención de la imprenta.


Antes, los manuscritos quedaban reservados a una restringida elite de personas que sabían leer y escribir, y lo único que se les enseñaba a las masas eran las historias de la Biblia, la vida de Cristo y de los santos, los principios morales, y hasta hechos de la historia nacional o nociones elementales de geografía y ciencias naturales (la naturaleza de los pueblos desconocidos, las virtudes de determinadas hierbas o piedras): todo este conocimiento era proporcionado por las catedrales con su sistema de imágenes.

Una catedral medieval era como un programa de TV permanente, siempre repetido, que se supone le decía a la gente todo lo que les era imprescindible para la vida diaria y la salvación eterna. Ahora bien: Frollo tiene en su mesa un libro impreso y murmura ceci tuera cela (“esto matará a aquello”); en otras palabras: el libro matará a la catedral, el alfabeto matará a las imágenes. Alentando informaciones innecesarias, interpretaciones libres de las Escrituras y curiosidades insanas, el libro distraerá a las personas de sus valores más importantes. En los años sesenta, Marshall McLuhan publicó La galaxia Gutenberg, el libro en el que anunciaba que el modo lineal de pensamiento, apoyado en la invención de la imprenta, estaba a punto de ser reemplazado por un modo de percepción y entendimiento más global que se valdría de imágenes de TV u otras clases de dispositivos electrónicos. Puede que McLuhan no, pero muchos de sus lectores pusieron un dedo sobre la pantalla de la TV ydespués sobre un libro y dijeron: “Esto matará a aquello”. Si siguiera entre nosotros, McLuhan habría sido el primero en escribir algo así como El imperio Gutenberg contraataca.


Ciertamente, una computadora es un instrumento con el cual se pueden producir y editar imágenes; y las instrucciones, ciertamente, se imparten mediante iconos; pero es igualmente cierto que la computadora se ha convertido en un instrumento alfabético antes que otra cosa. Por la pantalla de una computadora desfilan palabras y líneas, y para utilizarla hay que saber leer y escribir. ¿Hay diferencias entre la primera galaxia Gutenberg y la segunda? Muchas. La primera de todas: sólo los hoy arqueológicos procesadores de textos de comienzos de los ochenta proporcionaban una comunicación escrita lineal. Hoy las computadoras no son lineales; ofrecen una estructura hipertextual. Curiosamente, la computadora nació como una máquina de Turing, capaz de hacer un solo paso a la vez, y de hecho, en las profundidades de la máquina, el lenguaje todavía opera de ese modo, mediante una lógica binaria, de cero-uno, cero-uno. Sin embargo, el rendimiento de la máquina ya no es lineal: es una explosión de proyectiles semióticos. Su modelo no es tanto una línea recta sino una verdadera galaxia, donde todos pueden trazar conexiones inesperadas entre distintas estrellas hasta formar nuevas imágenes celestiales en cualquier nuevo punto de la navegación.


Sin embargo, es exactamente en este punto donde debemos empezar a deshilvanar la madeja, porque por estructura hipertextual solemos entender dos fenómenos muy diferentes. Primero tenemos el hipertexto textual.

En un libro tradicional debemos leer de izquierda a derecha (o de derecha a izquierda, o de arriba a abajo, según las culturas), de un modo lineal. Podemos saltearnos páginas; llegados a la página 300, podemos volver a chequear o releer algo en la página 10. Pero eso implica un trabajo físico. Por el contrario, un texto hipertextual es una red multidimensional o un laberinto en los que cada punto o nodo puede potencialmente conectarse con cualquier otro nodo.

En segundo lugar tenemos el hipertexto sistémico. La Web es la Gran Madre de Todos los Hipertextos, una biblioteca mundial donde podemos, o podremos a corto plazo, reunir todos los libros que deseemos. La Web es el sistema general de todos los hipertextos existentes. Esta diferencia entre texto y sistema es enormemente importante. Por ahora déjenme terminar con la más ingenua de las preguntas que suelen hacernos, una pregunta donde la diferencia a la que aludimos no se advierte con total claridad. Pero respondiéndola podremos clarificar otra posterior.


La pregunta ingenua es: “Los disquetes hipertextuales, Internet o los sistemas multimedia, ¿volverán obsoleto al libro?”. Y así llegamos al último capítulo de la historia de esto-matará-a-aquello. Pero aun esta pregunta es confusa, puesto que puede ser formulada de dos maneras distintas: a) ¿Desaparecerán los libros en tanto objetos físicos?; y (b) ¿Desaparecerán los libros en tanto objetos virtuales? Déjenme contestar primero la primera. Aun después de la invención de la imprenta, los libros nunca fueron el único medio de adquirir información. También había pinturas, imágenes populares impresas, enseñanzas orales, etcétera. El libro sólo demostró ser el instrumento más conveniente para transmitir información.


Hay dos clases de libros: para leer y para consultar. En los primeros, el modo normal de lectura es el que yo llamaría “estilo novela policial”. Empezamos por la primera página, en la que el autor dice que ha ocurrido un crimen, seguimos el derrotero hasta el final y descubrimos que el culpable es el mayordomo. Fin del libro y fin de la experiencia de su lectura.Luego están los libros para consultar, como las enciclopedias y los manuales.

Las enciclopedias fueron concebidas para ser consultadas, nuncapara ser leídas de la primera a la última página. Generalmente tomamos un volumen de una enciclopedia para saber o recordar cuándo murió Napoleón, o cuál es la fórmula química del ácido sulfúrico. Los eruditos usan las enciclopedias de manera más sofisticada. Por ejemplo, si quiero saber si es posible que Napoleón conociera a Kant, tengo que tomar el volumen K y el volumen N de mi enciclopedia. Y descubriré que Napoleón nació en 1769 y murió en 1821, y que Kant nació en 1724 y murió en 1804, cuando Napoleón era emperador. No es imposible, por lo tanto, que los dos se hayan visto alguna vez. Puede que para confirmarlo tenga que consultar una biografía de Kant, o de Napoleón, pero una pequeña biografía de Napoleón –que conoció a tanta gente– puede haber pasado por alto el encuentro con Kant, mientras que una biografía de Kant posiblemente registre su encuentro con Napoleón. En pocas palabras: debo revisar los muchos libros de los muchos estantes de mi biblioteca y tomar notas para comparar más adelante todos los datos que recogí. Todo eso me cuesta un doloroso esfuerzo físico.

Con el hipertexto, sin embargo, puedo navegar a través de toda la red-enciclopedia. Y puedo hacer mi trabajo en unos pocos segundos o minutos. Los hipertextos volverán obsoletos, ciertamente, las enciclopedias y los manuales. Ayer nomás era posible tener una enciclopedia entera en CD-ROM; hoy es posible disponer de ella en línea, con la ventaja de que esto permite la remisión y la recuperación no lineal de la información. Todos los discos compactos, más la computadora, ocuparán un quinto del espacio ocupado por una enciclopedia impresa. Un CD-ROM es más fácil de transportar que una enciclopedia impresa y es más fácil de poner al día. En un futuro cercano, los estantes que las enciclopedias ocupan en mi casa –así como los metros y metros que ocupan en las bibliotecas públicas– podrán quedar libres, y no habría mayores razones para protestar.

Recordemos que para muchos, una enciclopedia multivolumen es un sueño imposible, y no solamente por el costo de los volúmenes sino por el costo de las paredes en las que esos volúmenes deben instalarse.Sin embargo, ¿puede un disco hipertextual o la Web reemplazar a los libros que están hechos para ser leídos? Una vez más, tenemos que definir si la pregunta alude a los libros como objetos físicos o virtuales. Una vez más, déjenme considerar primero el problema físico. Buenas noticias: los libros seguirán siendo imprescindibles, no solamente para la literatura sino para cualquier circunstancia en la que se necesite leer cuidadosamente, no sólo para recibir información sino también para especular sobre ella.


Leer una pantalla de computadora no es lo mismo que leer un libro. Piensen en el proceso de aprendizaje de un nuevo programa de computación. Generalmente el programa exhibe en la pantalla todas las instrucciones necesarias. Pero los usuarios, por lo general, prefieren leer las instrucciones impresas.Después de haberme pasado doce horas ante la computadora, mis ojos están como dos pelotas de tenis y siento la necesidad de sentarme en mi confortable sillón y leer un diario, o quizás un buen poema. Opino, por lo tanto, que las computadoras están difundiendo una nueva forma de instrucción, pero son incapaces de satisfacer todas aquellas necesidades intelectuales que estimulan.


Hasta ahora, los libros siguen encarnando el medio más económico, flexible y fácil de usar para el transporte de información a bajo costo. La comunicación que provee la computadora corre delante de nosotros; los libros van a la par de nosotros, a nuestra misma velocidad. Si naufragamos en una isla desierta, donde no hay posibilidad de conectar una computadora, el libro sigue siendo un instrumento valioso. Aun si tuviéramos una computadora con batería solar, no nos sería fácil leer en la pantalla mientras descansamos en una hamaca. Los libros siguen siendo los mejores compañeros de naufragio.


Los libros son de esa clase de instrumentos que, una vez inventados, no pudieron ser mejorados,simplemente porque son buenos. Como el martillo, el cuchillo, la cuchara o la tijera.Llegados a este punto podemos preguntarnos por la supervivencia de la figura del escritor y de la obra de arte como unidad orgánica. Y simplemente quiero informarles a ustedes que éstas ya se vieron amenazadas en el pasado.


El primer ejemplo es el del Commedia dell’arte italiana, en la que, sobre la base de un canovaccio –un resumen de la historia básica–, cada interpretación, según el humor y la imaginación de los actores, era diferente de las demás, de modo que no podemos identificar ninguna pieza de ningún autor individual que corresponda con Arlequino servidor de dos patrones, y en cambio sólo podemos registrar una serie ininterrumpida de interpretaciones, la mayoría de ellas definitivamente perdidas y cada una de ellas, por cierto, diferente.Otro ejemplo sería el de la improvisación en jazz. Podemos creer que alguna vez hubo una interpretación arquetípica de Basin Street Blues y que sólo sobrevivió una sesión posterior, pero sabemos que esto es falso. Hay tantos Basin Street Blues como interpretaciones hubo de la pieza, y en el futuro habrá muchos que aún no conocemos. Bastará con que dos o más intérpretes se encuentren y ensayen su versión personal e inventiva del tema original. Lo que quiero decir es que ya nos hemos acostumbrado a la idea de ausencia de autoría en relación con el arte popular colectivo, en el que cada participante aporta lo suyo, a la manera de una historia sin fin muy jazzera. Pero es necesario señalar una diferencia entre la actividad de producir textos infinitos y la existencia de textos ya producidos, que pueden ser interpretados de infinidad de maneras, pero son materialmente limitados. En nuestra cultura contemporánea aceptamos y evaluamos, de acuerdo con estándares diferentes, tanto una nueva interpretación de la Quinta Sinfonía de Beethoven como una nueva sesión jazzera del Basin Street Theme. En este sentido, no veo cómo el juego fascinante de producir historias colectivas e infinitas a través de la red pueda privarnos de la literatura de autor y del arte en general. Más bien nos encaminamos hacia una sociedad más liberada, en la que la libre creatividad coexistirá con la interpretación del conjunto de textos escritos. Me gusta que sea así. Pero no podemos decir que hayamos guardado el vino nuevo en odres viejos. Las dos potencialidades quedan abiertas para nosotros.


El zapping televisivo es otro tipo de actividad que no tiene el menor vínculo con el consumo de una película en el sentido tradicional. Es un artilugio hipertextual que nos permite inventar nuevos textos y no tiene nada que ver con nuestra capacidad de interpretar textos preexistentes.

Traté desesperadamente de encontrar un ejemplo de situación textual ilimitada y finita, pero me resultó imposible. De hecho, si tenemos un número infinito de elementos con los cuales interactuar, ¿por qué tendríamos que limitarnos a producir un universo finito? Se trata de un asunto teológico, de una especie de deporte cósmico en el que uno –o El Uno– podría establecer las condiciones de toda acción posible, pero en el que se prescribe una regla y de ese modo se limita, generándose un universo muy pequeño y simple. Permítanme, sin embargo, considerar otra posibilidad que en primera instancia prometía un número infinito de posibilidades a partir de un número finito de elementos –como ocurre con un sistema semiótico–, pero que en realidad sólo ofrece una ilusión de libertad y creatividad.

Gracias al hipertexto podemos obtener la ilusión de construir un texto hermético: un relato policial puede adquirir una estructura que permita que sus lectores elijan cada uno su propia solución y decidan al final si el culpable es el mayordomo, el obispo, el detective, el narrador, el autor o el lector. De ese modo pueden construir su novela personal. Esta idea no es nueva. Antes de la invención de las computadoras, los poetas ynarradores soñaron con un texto totalmente abierto para que los lectores pudieran recomponer de diversas maneras hasta el infinito. Ésa era la idea de Le Livre, según la predicó Mallarmé. Raymond Queneau también inventó un algoritmo combinatorio en virtud del cual era posible componer millones de poemas a partir de un conjunto finito de versos. A comienzos de los años sesenta, Max Saporta escribió y publicó una novela cuyas páginas podían ser desordenadas para componer diferentes historias, y Nanni Balestrini metió en una computadora una lista inconexa de versos que la máquina combinó de diferentes maneras hasta producir diferentes poemas.


Muchos músicos contemporáneos produjeron partituras musicales cuya alteración permitía producir diferentes ejecuciones de las piezas. Todos estos textos físicamente desplazables dan la impresión de una libertad absoluta por parte del lector, pero es sólo una impresión, una ilusión de libertad. La maquinaria que permite producir un texto infinito con un número finito de elementos existe desde hace milenios: es el alfabeto. Con el número limitado de letras de un alfabeto se pueden producir miles de millones de textos, y eso es exactamente lo que se ha hecho desde el viejo Homero hasta nuestros días. Por el contrario, un texto-estímulo que no nos provee letras o palabras sino secuencias preestablecidas de palabras o de páginas, no nos da la libertad de inventar lo que queramos. Sólo somos libres de desplazar fragmentos textuales preestablecidos en una cantidad razonablemente importante. Un móvil de Calder es fascinante, aunque no porque produzca un número infinito de movimientos posibles sino porque admiramos en él la regla férrea impuesta por el artista: el móvil se mueve sólo como Calder lo quiso.


El último límite de la textualidad libre es un texto que en su origen está cerrado, por ejemplo Caperucita Roja o Las mil y una noches, y que yo, el lector, puedo modificar de acuerdo con mis inclinaciones, hasta elaborar un segundo texto, que ya no es el mismo que el original pero cuyo autor soy yo mismo, aun cuando en este caso la afirmación de mi propia autoría sea un arma que dispara contra el concepto nítido y bien definido de autor. Internet está abierta a experimentos de esta naturaleza, y muchos de ellos pueden resultar hermosos y fructíferos. Nada nos impide escribir un relato en el cual Caperucita Roja devora al lobo. Nada nos impide reunir relatos diferentes en una especie de rompecabezas narrativo. Pero esto no tiene nada que ver con la función real de los libros y con sus encantos profundos.


Un libro nos ofrece un texto abierto a múltiples interpretaciones, pero nos dice algo que no puede ser modificado. Supongamos que estamos leyendo La guerra y la paz de Tolstoi. Anhelamos con desesperación que Natasha rechace el cortejo de Anatoli, ese despreciable sinvergüenza; con la misma desesperación anhelamos que el príncipe Andrei, que es una persona maravillosa, no se muera nunca, y que él y Natasha vivan juntos para siempre. Si tenemos La guerra y la paz en un CD-ROM hipertextual e interactivo, podremos reescribir nuestro propio relato; podríamos inventar innumerables La guerra y la paz, uno en el que Pierre Besujov consigue matar a Napoleón o, si preferimos, uno en el que Napoleón derrota en toda la línea al general Kutusov. ¡Qué libertad! ¡Cuánta excitación! ¡Cualquier Bouvard o Pécuchet puede llegar a ser Flaubert!Desgraciadamente, con un libro ya escrito, y cuyo destino está determinado por la voluntad represiva del autor, no podemos hacer nada de eso. Nos vemos obligados a aceptar el destino y a admitir que somos incapaces de modificarlo. Una novela hipertextual e interactiva da rienda suelta a nuestra libertad y creatividad, y espero que esta actividad inventiva sea implementada en las escuelas del futuro. Pero con la novela La guerra y la paz, que ya está escrita en su forma definitiva, no podemosejercer las posibilidades ilimitadas de nuestra imaginación sino que nos enfrentamos a las severas leyes que gobiernan la vida y la muerte.


De modo similar, Victor Hugo nos ofrece en Los miserables una hermosa descripción de la batalla de Waterloo. Esta versión de Hugo es la opuesta de la de Stendhal. En su novela La cartuja de Parma, Stendhal ve la batalla a través de los ojos del protagonista, que mira desde el interior del acontecimiento y no entiende su complejidad. Por el contrario, Hugo describe la batalla desde el punto de vista de Dios y la sigue en cada detalle. Así, con su perspectiva narrativa, domina toda la escena. Hugo sabe no sólo lo que sucedió sino también lo que podría haber ocurrido (aunque de hecho no ocurrió). Sabe que si Napoleón hubiera sabido que más allá de la cumbre del monte Saint Jean había un acantilado, los coraceros del general Milhaud no habrían sido abatidos a los pies del ejército inglés, pero la información del emperador era vaga o insuficiente. Hugo sabe que si el pastor que había guiado al general Von Bulow hubiera propuesto un itinerario diferente, el ejército prusiano no habría llegado a tiempo para provocar la derrota francesa. De hecho, en un juego de roles uno podría reescribir Waterloo de tal modo que Grouchy llegara a tiempo con sus hombres para rescatar a Napoleón. Pero la belleza trágica del Waterloo de Hugo consiste en que los lectores sienten que las cosas ocurren con independencia de sus deseos. El encanto de la literatura trágica depende de que sintamos que los héroes podrían haber escapado a sus destinos, pero no lo hicieron por sus debilidades, su orgullo o su ceguera. Además, Hugo nos advierte: “Un vértigo, un error, una derrota, una caída que dejó perpleja a toda la Historia, ¿puede ser algo sin causa? No... la desaparición de ese gran hombre era necesaria para que llegara el nuevo siglo. Alguien, a quien no pueden hacérsele reparos, se ocupó de que el resultado del acontecimiento fuera éste... Dios pasó por aquí, Dieu est passé”.Eso es lo que nos dice cada libro verdaderamente grande: que Dios pasó, y que pasó tanto para el creyente como para el escéptico. Hay libros que no podemos reescribir porque su función es enseñarnos la necesidad; sólo respetándolos tal como son pueden hacernos más sabios. Su lección represiva es indispensable si queremos alcanzar un estadio más alto de libertad intelectual y moral.Es mi esperanza y mi deseo que la Bibliotheca Alexandrina continúe albergando este tipo de libros, para que nuevos lectores gocen de la experiencia intransferible de leerlos. Larga vida a este templo de la memoria vegetal.

Google Earth desnuda las instalaciones de defensa de Israel








En las fases más crudas de la Guerra Fría, los servicios de inteligencia de los bloques enfrentados podían llegar a pagar millones por informaciones así. Pero hoy, las imágenes de satélite están al alcance de todos a través de internet e, incluso, las instalaciones de seguridad de un Estado tan amenazado como Israel han quedado al descubierto a los ojos de Google Earth.

La última versión del popular programa que combina mapas y fotografías digitales de la superficie del planeta ha mejorado considerablemente la resolución de sus imágenes de Israel. Y a diferencia del pasado, las áreas militares y otras instalaciones importantes para la defensa del país ya no se muestran difuminadas ni con fotografías de baja definición.

En los nuevos mapas aparecen por ejemplo en detalle varias bases aéreas israelíes, en cuyas imágenes los usuarios han llegado a introducir fotografías y anotaciones sobre los aviones o helicópteros utilizados en las instalaciones.

Y así es que Google Earth, que se puede bajar de internet e instalar gratuitamente en cualquier computadora doméstica, se ha convertido ya en herramienta de trabajo para los grupos militantes palestinos afincados en la Franja de Gaza que, diariamente, lanzan cohetes Kassam de fabricación propia contra ciudades israelíes limítrofes, como Sderot o Ashkelon.

"Obtenemos los detalles de Google Earth y los confrontamos con nuestros mapas del centro de la ciudad y otras zonas sensibles", explicó al londinense "The Guardian" Jaled Yaabari, también conocido como Abu Walid, comandante en Gaza de las "Brigadas de Mártires de Al Aksa", el brazo armado del movimiento Al Fatah.
También responsables británicos de seguridad están convencidos de que grupos afines a la red Al Qaeda utilizan las imágenes aéreas para localizar objetivos de atentados en bases militares en Irak. En vista de la situación, Google Inc., con sede en Mountain View, California, asegura prestar atención a las preocupaciones de que crea nuevos riesgos de seguridad, pero asegura que la empresa no es el único proveedor de imágenes así.

Al margen de la dimensión de seguridad, Google Earth viene desatando polémicas en Israel desde hace años. En el programa aparecen marcados por ejemplo los nombres de ciudades palestinas que desaparecieron tras la fundación del Estado judío en 1948. Google Earth reconoce además las fronteras previas a la Guerra de los Seis Días de junio de 1967, cuando Israel pasó a ocupar los sectores orientales árabes de Jerusalén, Cisjordania, la Franja de Gaza y los Altos del Golán (Lineas rojas en el mapa).

Así, el Muro de los Lamentos y el Monte del Templo, los principales lugares sagrados del judaísmo y sobre los que hoy se levantan las monumentales mezquitas de Al Aksa y Al Kuds, aparecen en Google Earth como territorio palestino.

"Google Earth refuerza las mentiras. Los musulmanes se han lanzado a una campaña para reescribir la historia" y borrar cualquier rastro del judaísmo del Monte del Templo", afirma citado por el diario "Yediot Ahronot" el rabino Chaim Rechman, director de Asuntos Internacionales del Instituto del Templo de Israel.
VICENTE POVEDA

lunes, 11 de febrero de 2008

Teoria de Aleksandr Oparin (El origen de la vida)




Fue hace 4000 millones de años (más o menos). En un paisaje violento de radiaciones cósmicas, erupciones volcánicas y lluvias de meteoritos, la vida daba sus primeros chapoteos. Desde hace poco más de medio siglo, los científicos intentan averiguar cómo fue que algo sin vida se transformó en otra cosa capaz de crecer, reproducirse y morir. Para eso producen teorías y experimentos de química prebiótica. La química que precedió la aparición de la vida. Se ha reunido mucha información. Explicaciones que intentan resolver el entuerto no faltan. Pero ¿quién realizó el primer experimento?, ¿a quiénes se les ocurrieron las ideas que permitieron planearlo?




Espontáneamente generada



Hasta el siglo XVII, era creencia común que Dios había creado las plantas y los animales. También se aceptaba que ciertas criaturas se formaban espontáneamente a partir de distintas materias primas. Los gusanos y las moscas, del estiércol; los piojos, del sudor humano; las luciérnagas, de las chispas de las hogueras.
La generación espontánea estaba avalada por respetadas personalidades. La habían defendido Aristóteles, Plotino, San Agustín y Santo Tomás de Aquino. Algunos arriesgaron recetas. El alquimista Johann Van Helmont (siglo XVII) publicó cómo fabricar ratones con trapos viejos y un poco de trigo.
A partir del siglo XVII, varios experimentos probaron que los seres vivos se forman solamente a partir de seres vivos. Uno de los trabajos más recordados, con microbios, es el del químico Louis Pasteur. En los años 60 del siglo pasado, los resultados de Pasteur se abrieron paso con dificultad en medio de creencias milenarias. Los acompañaba una idea igualmente reciente y provocativa. La del biólogo Charles Darwin, quien aseguraba que la vida, como la conocemos, es la consecuencia de un lento proceso evolutivo regido por la selección natural.




La teoría que surgió del frío



Aleksandr Ivanovich Oparin
era ruso de nacimiento, fisiólogo vegetal de carrera, bioquímico por vocación. Nació en 1894 en Uglich. Estudió, y después enseñó, en la Universidad de Moscú. La teoría que desarrolló en los años 20 fue el germen de la visión actual sobre el origen de la vida.
Cuando Oparin era estudiante universitario, los biólogos rusos enseñaban que los primeros seres vivos habían sido autótrofos (capaces de fabricar su propio alimento, como las plantas), y se habían formado por generación espontánea a partir de grumos de carbón. A Oparin, que había leído y aceptaba la Teoría de la Evolución de Darwin, la idea no le cerraba. “Yo no lograba imaginar la aparición repentina de una célula fotosintética a partir de dióxido de carbono, nitrógeno y agua -escribió Oparin-. Por eso, llegué a la conclusión de que primero debieron haber surgido, mediante un proceso no biológico, las sustancias orgánicas de las cuales se formaron, más adelante, los primeros seres vivos, organismos que al principio eran heterótrofos y se alimentaban de las sustancias orgánicas del ambiente.”



El 3 de marzo de 1922, Oparin presentó su postura en una reunión de la Sociedad Botánica Rusa, de la que era miembro. Fue escuchado y reprobado con igual cortesía. Era una especulación teórica que carecía de apoyo experimental.



Sin desalentarse, Oparin escribió un librito titulado El origen de la vida. Con cierta reticencia, y a pesar del rechazo rotundo de un árbitro científico, la obra fue publicada por la editorial El Trabajador Moscovita. Salió a la venta en noviembre de 1923 (aunque llevaba fecha de edición de 1924). Se vendió bien. Pronto se convirtió en una rareza bibliográfica. Fuera de Rusia prácticamente no se difundió hasta 1965.




De lo simple a lo complejo



En 1936, Oparin presentó una versión revisada y ampliada de El origen de la vida. Sostenía: el carbono arrojado por los volcanes se combinó con vapor de agua, formando hidrocarburos. En el océano, esas moléculas se hicieron más complejas y se amontonaron en gotitas llamadas coacervados -acervus, en latín, significa montón-. De a poco, los coacervados fueron adquiriendo las características de las células vivas (ver el recuadro “Requisitos para ser vivo”). Esas células eran microbios anaeróbicos, porque en aquel entonces no había oxígeno en la atmósfera.



Oparin explicó el origen de la vida en términos de procesos físicos y químicos. Una progresión de lo más simple a lo más complejo. Rompió así el círculo vicioso que afirmaba que las sustancias presentes en los seres vivos solamente podían ser fabricadas por los seres vivos. La segunda versión de El origen de la vida fue traducida al inglés por la editorial norteamericana Mac Millan, en 1938. Catorce años después, el libro fue leído por un joven químico norteamericano que merodeaba la Universidad de Chicago en busca de un tema interesante para su tesis de doctorado.




El Señor de los Rayos



Aquella tarde de otoño de 1951, en un aula de la Universidad de Chicago, el disertante habló de los orígenes. El del Sistema Solar y el de la vida en la Tierra. Especuló acerca de la primitiva atmósfera terrestre y las condiciones que permitieron la formación de las primeras células.
Unos meses más tarde, uno de los jóvenes asistentes a la conferencia se presentó ante el disertante. Le pidió que dirigiera su tesis doctoral. Quería hacer experimentos que reprodujeran el ambiente de la Tierra primitiva. El disertante intentó disuadirlo. El trabajo sería arduo, posiblemente no funcionaría. Porque no pudo convencer al joven, le propuso una alternativa amable: trabajar en el tema durante unos meses. Si no obtenía resultados alentadores, se dedicaría a una investigación más convencional.



El disertante era el químico norteamericano Harold Urey. Había participado en el desarrollo de las bombas atómica y de hidrógeno. El Nobel de Química de 1934 fue para él. El nuevo discípulo era Stanley Miller. Tenía 23 años. Había estudiado Química en la Universidad de California. Llevaba varios meses buscando un tema interesante para su tesis de doctorado.
Los seis meses propuestos por Urey fueron más que suficientes. En unas pocas semanas Miller leyó los escritos de Oparin y Urey, hizo construir un aparato sencillo, realizó un experimento simple y exitoso. Miller mezcló vapor de agua, metano, amoníaco e hidrógeno. Para Oparin y Urey, esos eran los gases presentes en la primitiva atmósfera terrestre. Miller simuló tormentas eléctricas mediante dos electrodos de tungsteno. Con una bobina Tesla produjo descargas de 60.000 voltios.



Una mañana, Miller encontró que el agua dentro del aparato se había vuelto rosa. La analizó cuidadosamente. Encontró aminoácidos, la sustancia de la que están hechas las proteínas. Era la primera prueba experimental que avalaba las ideas de Oparin.



Miller envió sus resultados a Science, una de las revistas científicas más importantes del mundo. “Uno de los árbitros simplemente no lo creyó y retardó la publicación del artículo -declaró Miller tiempo después-. Luego se disculpó conmigo. Fue bastante raro que, aunque Urey avalaba el trabajo, se hiciera difícil publicarlo. Si yo hubiera enviado el artículo a Science por mi propia cuenta, el original todavía estaría en el fondo de un montón. Pero el experimento era tan fácil de reproducir que no pasó mucho tiempo antes de que fuera convalidado”.



Así, mientras al otro lado del Atlántico el grupo de Frederick Sanger obtenía la primera secuencia de aminoácidos de una proteína, y Watson yCrick se devanaban los sesos para descubrir antes que Linus Pauling la estructura del ADN, un estudiante de doctorado enchufaba en Chicago una bobina Tesla y creaba una nueva disciplina: la química prebiótica.




Senderos que se bifurcan



Después del experimento de 1953, Miller y otros científicos sintetizaron, en condiciones prebióticas, diferentes moléculas presentes en los seres vivos. Casi todos los aminoácidos, azúcares varios y los componentes del material genético.



La teoría de Oparin y el experimento de Miller han recibido críticas. Que la atmósfera de la Tierra no era la que ellos creían, es una de las principales. Lo que prevalece es la idea central. Que la aparición de la vida en la Tierra fue precedida por una secuencia gradual de eventos químicos.El Dr. Stanley Miller sigue enseñando e investigando en la Universidad de California en San Diego. FUTURO le preguntó cuál es el punto más oscuro en la actual concepción científica del origen de la vida. “En mi opinión -respondió el Dr. Miller-, el problema más importante en los estudios acerca del origen de la vida es la naturaleza del primer material genético. El origen de la vida es el origen de la evolución, y para eso se requiere replicación. Además, se necesita que ese proceso de replicación se valga de sustancias prebióticas”.



Hoy se piensa que el primer material genético pudo ser el ácido ribonucleico (ARN). Este ácido sirve como molde para la formación de copias de sí mismo (replicación). Además, como si fuera una enzima, puede modificar su propia estructura y la de otras moléculas.




El mundo del ARN



La teoría llamada “El Mundo del ARN” postula que al principio aparecieron familias de moléculas de ARN capaces de autorreplicarse. La selección natural favoreció las familias que interactuaban con aminoácidos y guiaban la formación de proteínas. El paso siguiente fue la aparición de membranas. Si un ARN formaba una proteína especialmente apta, pero ésta se diluía en un océano de moléculas, la relación con el ARN original se perdía. Pero si ambos permanecían en un mismo compartimiento, la selección podía actuar sobre la proteína (el fenotipo) favoreciendo la prevalencia de su correspondiente ARN (el genotipo). Las membranas estaban hechas de lípidos, sustancias que en el agua forman espontáneamente pequeñas esferas.



Nuevas enzimas usaron el ARN como molde para la síntesis de un ácido nucleico diferente: el desoxirribonucleico (ADN). Comparado con el ARN, el ADN es más estable y se replica en forma más eficiente. Su condición de doble hélice, dos cadenas enroscadas, permite la existencia de un sistema que corrige y repara los daños que sufre una de las cadenas, usando la otra como molde.
ADN, ARN, proteínas y membranas lipídicas. Estas moléculas están presentes en todos los organismos conocidos. En el momento en que se reunieron comenzó el proceso que originó la increíble diversidad de formas, tamaños, colores, procesos y comportamientos que hoy habitan la Tierra. La evolución de los seres vivos. La anterior es una visión posible de cómo pudo aparecer la vida en la Tierra. Para explicar cada paso del proceso existen al menos media docena de hipótesis, cada una avalada por evidencia experimental. Hay quien piensa que la vida ni siquiera empezó en nuestro planeta.



¿Se podrá sintetizar vida en condiciones de laboratorio? “Pienso que es bastante probable que el proceso que ocurrió en la Tierra primitiva pueda ser reproducido en el laboratorio -respondió a FUTURO el Dr. Miller-. No me animo a especular cuánto falta para eso.”



A pesar de la confianza de Miller, una sombra aletea sobre los múltiples senderos por los quediscurre la búsqueda del origen de la vida. Es la incertidumbre. Porque aunque alguna vez se consiga sintetizar vida en condiciones de laboratorio, será imposible saber si en aquel entonces, hace 4000 millones de años (más o menos), las cosas ocurrieron realmente de esa manera. Es posible que nunca se sepa cómo fue esa primera chispa capaz de arrancar el motor de la evolución y que nunca más se detuvo.




Requisitos para ser vivo



Quien aspire a ser vivo deberá estar formado por células. Cada célula estará separada del ambiente por una membrana de lípidos. En su interior, una segunda membrana de igual naturaleza rodeará el material genético. Las células deberán ser capaces de tomar sustancias del ambiente y transformarlas para su propio beneficio. Tendrán que poseer la habilidad de crecer y reproducirse. Es requisito indispensable que, en determinado momento, cesen en sus funciones. Se aceptarán individuos formados por una sola célula (protozoos) y con una única membrana externa (bacterias). Virus, priones y otras entidades que no cumplan estas propiedades, abstenerse.




Del polvo (cósmico) venimos



La aparición de la vida ¿fue una consecuencia lógica de la química prebiótica? El astrónomo Fred Hoyle piensa que no: “La formación de una célula viva a partir de una sopa química inanimada es tan probable como el ensamblado de un 747 por un torbellino que pasa a través de un depósito de chatarra”.
Si el tiempo para que se formaran las moléculas precursoras de la vida no fue suficiente, entonces ¿de dónde salieron esas moléculas? Dicen que del espacio exterior. Se han detectado compuestos orgánicos en el polvo interestelar, meteoritos, cometas y las atmósferas de Júpiter, Saturno y Titán. Dentro del meteorito Murchison, que cayó el 28 de setiembre de 1969 en Australia, se encontraron 18 aminoácidos.



Algunos científicos van todavía más lejos. Afirman que lo que vino del espacio exterior fueron directamente seres vivos. La idea lleva el nombre de panspermia, que en griego significa “todo semilla”. El universo lleno de semillas de vida.



En los años 70, los astrónomos Fred Hoyle y Chandra Wickramasinghe anunciaron que sus mediciones de ondas infrarrojas indicaban la presencia de bacterias en la materia interestelar. “Yo me baso en las observaciones -declaró Hoyle en una entrevista-. Yo no digo ‘es absurdo que haya bacterias en el espacio’. La conclusión encaja con las observaciones, entonces es la mejor teoría que tenemos. No me importa si es absurda. Así que no dudé en publicarla. Eso, por supuesto, fue el principio del desastre, del ridículo. ¡Ellos (sus detractores) saben! Nacieron para saber que las partículas en el espacio no son bacterias. Dios habló con ellos”.

sábado, 9 de febrero de 2008

Algo más sobre la Universidad de Río Negro (Dr. Edmundo Larrieu)


En estos días son variados los aportes, comentarios y solicitudes de carreras y sedes para lo que parece que, felizmente, ya es "nuestra" Universidad Nacional de Río Negro. Los nuevos debates así planteados son enriquecedores y con cara al futuro que queremos construir en esta sociedad.
En este esquema, parece interesante hacer algún aporte al debate de nuevas carreras, en especial la posibilidad de instrumentar una facultad de ciencias veterinarias.
Existen actualmente 15 facultades de veterinaria en la Argentina, entre públicas y privadas (más una en trámite de acreditación para iniciar sus actividades). Varias de ellas, como Virasoro, Chamical, Salta, Mendoza y Tucumán son de reciente creación, lo que resulta una constante que estas nuevas casas de altos estudios están en el norte del país.
Todas tienen una matrícula de ingreso que ronda inicialmente los 100-200 alumnos, lo cual es indicativo de una demanda real por este tipo de carreras. Ese número de alumnos ingresantes es en general el aceptado como máximo para poder brindar una formación práctica adecuada. Brasil, por ejemplo, no acepta más de 250 alumnos por facultad y prefiere promover "más" instituciones con pocos alumnos que aquellas con un número imposible de formar adecuadamente (sólo pensemos que si en la Argentina hubiera prosperado el criterio de fortalecer lo existente en términos universitarios, sólo tendríamos a la UBA, a Córdoba y a La Plata como sedes para estudiar, con cientos de alumnos, en el caso de veterinaria, imposibilitados de acceder a la menor formación práctica).
Las facultades más australes son la de General Pico (La Pampa) y Tandil. La Patagonia no ofrece alternativas de formación en esta especialidad, razón por la cual esas dos facultades, además de La Plata, reciben un alto número de alumnos provenientes de distintas ciudades de esta región. Así, una facultad de ciencias veterinarias parece un planteo adecuado para nuestra nueva universidad y orientada a las particularidades productivas y sociales de la región patagónica. Queda claro que la expectativa no debe ser la de formar alumnos de la ciudad donde se localice, sino los de toda la región.
El primer problema, así, es dónde debe estar. De acuerdo con los estándares académicos fijados por la Coneau, en la resolución 1.034, la carrera de medicina veterinaria debe brindar formación en las áreas de clínica de pequeños animales, clínica de grandes animales incluyendo equinos, producción animal considerando tambo, cerdos, ovinos y bovinos y, finalmente, salud pública: bromatología y zoonosis, entre otras cosas. Por ende, no basta tener vacas cerca, sino que la cercanía debe incluir, además de áreas de producción bovina y ovina, mataderos y frigoríficos, fábricas de alimentos, ciudades con perros, equinos de carrera, etc. También debe evaluarse la infraestructura científica preexistente (por ejemplo sedes de INTA donde se desarrollen proyectos de extensión e investigación animal) por su potencial para colaborar con el desarrollo científico de una nueva institución académica.
Una facultad contendrá alumnos, cientos, y docentes. La ciudad donde se ubique deberá tener la potencialidad para recibirlos y alojarlos y permitirles fluida comunicación con sus ciudades de origen.
Con estas consideraciones, sólo Viedma y Bariloche parecen estar en condiciones de albergar una facultad de veterinaria.
El segundo problema es con qué docentes contará. Obviamente ninguna localidad de la región cuenta con una masa docente preparada, sobre todo en las materias básicas (anatomía, histología, fisiología). Pero, mal que le pese a la Dra. Pechen, la función de la universidad es, además de formar alumnos, crear centros académicos, de investigación y extensión que aporten al desarrollo y crecimiento local. Si no pudiéramos resolver este problema, nuevamente, existirían sólo tres universidades en la Argentina.
Facultades hoy consolidadas como Tandil o General Pico se construyeron con docentes viajeros provenientes de otras universidades, a los cuales se les fue adosando paulatinamente profesionales jóvenes de la localidad o los primeros egresados, para formar con el tiempo una masa crítica de docentes propios. Este mecanismo es hoy utilizado con éxito por las facultades en construcción. Alternativamente, si la nueva facultad tiene la opción de contar con docentes con alta carga horaria, es factible tentar a jóvenes investigadores y docentes formados de las denominadas facultades grandes que ven limitadas -por la fuerte competencia- sus posibilidades de crecimiento académico y pueden ver con optimismo trasladarse a un lugar con más futuro.
Finalmente, el tema presupuestario. Veterinaria, como medicina, son carreras "caras" en relación con otras propuestas universitarias que básicamente sólo requieren aulas, una biblioteca y sistemas de proyección multimedia.
Ya en primer año se necesitan laboratorios de química, de histología y de anatomía y gabinete de microscopía. En tercer año precisamos salas de necropsias, laboratorios clínicos y de diagnóstico por imágenes. En quinto año, la resolución 1.034 de la Coneau exige contar con hospitales de pequeños y de grandes animales, con servicio de estadística, internación y laboratorio; un campo propio para acceder a prácticas, vehículos para ir al campo, etc. La respuesta a este problema está sólo en los responsables de tomar las decisiones sobre con qué carreras comenzará la universidad, recordando que la habilitación de la nueva carrera deberá pasar por la aceptación y acreditación de la Coneau (que en estos días se encuentra finalizando el primer proceso de acreditación de facultades de veterinaria en la Argentina y en donde las 15 facultades existentes están sometidas a un arduo proceso de resultado incierto para cada una de ellas), lo que implica dotar al proceso de toma de decisiones de la seriedad académica requerida. Esto no dudamos está en el conocimiento y la experiencia de las autoridades de la UNRN, pero debería ser contemplado por quienes alientan demandas localistas no siempre adecuadamente ponderadas.
Brindemos por "nuestra" universidad y ojalá incluya una facultad de ciencias veterinarias en su estructura.

EDMUNDO JUAN LARRIEU (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Médico veterinario, Dr. en Epidemiología, Prof. Facultad de Ciencias Veterinarias, UN de La Pampa. Evaluador Coneau para la acreditación de carreras de Medicina Veterinaria.
E mail: elarrieu@salud.rionegro.gov.ar

jueves, 7 de febrero de 2008

Alfredo Zitarrosa (Dice una voz popular)


El exilio, la militancia, las grandes canciones como “El violín de Becho” y “Guitarra negra”, la poesía, los grandes maestros, Onetti y Yupanqui: de todo y mucho más habla Alfredo Zitarrosa en esta entrevista realizada dos años antes de su muerte –en 1989– y publicada en Diálogos con la cultura uruguaya, un libro que recopila los mejores reportajes a creadores uruguayos del diario El País Cultural que acaba de editarse en Montevideo, y del que Radar reproduce apenas uno de sus muchos grandes momentos.


“Gardel era francés, Zitarrosa es uruguayo”, pintó una mano anónima en un muro frente al Cementerio Central, el 17 de enero de 1989, cuando una multitud acompañó los restos del cantor. La referencia no es caprichosa. Si Gardel expresó como nadie un modo de ser rioplatense, Zitarrosa fue el primero en “cantar en uruguayo”, en abrir un ancho cauce para la música popular de este país, diferente del “folklore” argentino por entonces de moda. “Toda la música es milonga”, solía decir y nadie como él experimentó con ese ritmo y ese lenguaje musical.
Había nacido el 10 de marzo de 1936 en Montevideo. Antes que cantor fue vendedor, auxiliar de oficina, locutor, periodista en Marcha, y sobre todo, un músico intuitivo y un poeta. En 1958 ganó un Premio de Poesía de la Intendencia de Montevideo con Explicaciones, un libro que nunca quiso publicar. Los textos de sus mejores canciones —”El violín de Becho”, “El candombe del olvido”, “Canto de nadie”, “Del amor herido”— muestran que nunca dejó de serlo.
En 1976, impedido de cantar en el país, se exilió en España y luego en México, de donde regresó en 1984 ante los primeros síntomas de apertura. Una multitud llenó la Rambla desde Carrasco al centro de la ciudad para recibirlo. Hacía diez años que su música no podía escucharse en las emisoras de radio.
En los últimos tiempos se había reencontrado con su vieja vocación de escritor: en 1988 publicó Por si el recuerdo, un volumen de cuentos que muestra otra faceta de su compleja personalidad.
En octubre de 1987 habló sobre sus dudas, perplejidades y experiencias en un departamento flamante de Malvín. El reportaje quedó inédito hasta hoy.


LA VOZ EN PERSONA


En la esquina, subiendo una pequeña cuesta, hay un bar semivacío que parece esperar el verano mientras otea la punta final de la playa Malvín. Casi pegado a él se ve un edificio flamante, con la madera de las puertas aún sin lustrar, oliendo a carpintería. No hay que subir: el departamento de Zitarrosa está en planta baja, moderadamente parecido a una casa, gracias al mínimo avance sobre un patio trasero. En el amplio estar hay una acumulación caótica de objetos e imágenes, dispersos con el orden secreto de quien sabe dónde está cada cosa, pero que se le niega al visitante. Hay, previsiblemente, una guitarra, y un buen equipo de sonido. Con aspecto de artefacto de alguna película de ciencia ficción de los años ’50, una enorme máquina electrónica de escribir de plástico negro (“Uno de los primeros modelos, la compré en México”).


Sobre un escritorio, diversos objetos y dominándolo una foto de mexicanos de la época de la Revolución, que sostienen con firmeza tremendas jarras de pulque, incluso aquel de los tres que está dormido. Un mechón de pelo de mujer agarrado con una gomita. Hojas de papel, dibujos, retratos del propio cantor tomados en distintas partes del mundo. Libros.


Deposita sobre una mesa pequeña una taza de café caliente. Tiene la cortedad del tímido que en la charla no sabe qué hacer con las manos. De pronto sostiene con una el vaso de vino y con la otra el cigarrillo, al mismo tiempo. Se limita a contestar estrictamente cada pregunta, sonríe de vez en cuando, pero más a menudo se preocupa. La voz es la misma Voz del escenario, apenas menos modulada.


Después de tus estudios en estética o filosofía, ¿seguís leyendo en alguno de esos campos?


–Siempre leo algo. Pero últimamente lo que más me ha interesado es la etología, el estudio de la conducta de los animales. Tanto Lorenz y seguidores, como a sus críticos marxistas. Siempre he tenido una comunicación con la naturaleza. Me pasa desde chico: no les tengo miedo a los animales. Hay gente que ve una araña, una lombriz, un cocodrilo y se asusta. Para mí es algo muy natural tratar con un bicho. Por eso me atrae Lorenz: además enseña a decodificar el propio lenguaje humano.

MAESTROS


De tu época de estudios has mencionado como maestros a Francisco Espínola, a Emilio Oribe, y a nombres menos conocidos hoy, como Vicente Basso Maglio y Arístides Dotta...

–Vicente Basso nunca fue profesor: era un poeta simbolista, de la generación del ’30. Murió en el sesenta y tantos. Arístides Dotta era un zapatero, anarquista, veterano. Me guiaron desde el punto de vista estético, sobre todo don Vicente, que era muy capacitado. Un hombre de pensamiento y muy vigoroso, a pesar de su edad, en el plano político. Escribía los editoriales de la radio El Espectador en el año sesenta y tantos. Los dos eran anarcos, viejos anarcos. Arístides fue zapatero modelista hasta que murió: creaba modelos de zapatos. Es el padre de Amanecer Dotta, el director teatral. Ambos me enseñaron el equilibrio en la intención y en la pasión de hacer una cosa determinada con propósitos artísticos.

Recuerdo un poema de Arístides que habla de un Primus. Una imagen muy hermosa que yo no podría reproducir textualmente, con la corola de fuego azul del Primus, en una pieza de conventillo, todo envuelto en consideraciones de tipo social, general. Con don Vicente trataba de cosas sutiles.

Yo lo asediaba con mis textos. Como me trataba con mucho afecto, yo me le aparecía dos por tres con algo y le preguntaba “¿Qué le parece, don Vicente?”. El leía con mucha paciencia, y opinaba. Hasta un día en que estábamos solos, en que me dice “Escúcheme una cosa: ¿a usted quién lo mandó escribir?” “¿Cómo quién me mandó?” “Sí, ¿a usted alguien lo obligó a escribir?” “No, no”. “¡Entonces siga escribiendo, no se preocupe más de mi opinión, déjese de joder, ¡y escriba!”, una forma de decirme que no lo jorobara más, tal vez. (Risas.) Después creo que fue él quien me dio un premio, el Municipal de Poesía.


¿Seguís con la poesía?


–Hago cositas, las guardo, las meto en carpeta, las archivo, nunca más las leo. Por ahí me encuentro con sorpresas: abro una carpeta y leo algo del ’76, del ’80, y me llama la atención. Pero es algo al margen, sin propósito de publicar.
¿En qué se distingue el proceso de escritura de cuando hacés una letra de canción?
–La letra es muy racional. Lo que escribís impulsado por la necesidad de hacerlo es una cosa, y lo que escribís para la canción, otra. Entra en el molde: la melodía te exige.


“GUITARRA NEGRA”


A mí me impresionó mucho el peso literario que tiene “Guitarra negra”, incluso leído sin la música.


–Pero la ayuda mucho el fondo. Porque el texto yo no creo que tenga gran valor. Si lo hiciera de nuevo, lo haría igual, pero creo que no tiene ese peso literario que le asignás. Si funciona, si llega como contenido, en el más amplio sentido, es porque viene apoyado en una música que es muy letánica. Ese glissado insistente, tuntún, tuntuntún... (rasguea en el aire). Es algo hipnótico, que te obliga a escuchar el texto. El porqué de “Guitarra negra” es más bien su música que lo apoya, como un amigo que lo va llevando al tipo que está rengo. Un poeta flaquito al lado de un amigo robusto que lo lleva a la casa y lo acompaña para que duerma y descanse.

¿En qué época lo escribiste?


–Lo empecé en el ’74. Hice unos apuntes y en el ’76, cuando me fui, lo llevé. Lo terminé en México. Le hice un intervalo entre las dos partes, que es el valsecito...

Lo de la bola en el agua...


–Exacto. Eso lo completa, porque lo altera. El origen fue una noche en que esperaba a una persona en un local nocturno, donde se cena y se baila. Al lado de la mesa donde estaba había una fuente con una iluminación especial, donde surgía un chorro de agua que terminaba en una bola, que chorreaba. Era un murmullo permanente, mientras al fondo sonaba un trío, algo melancólico era. Lo que viene después de ese intervalo del valsecito ya es más político.


TIEMPOS DE PERPLEJIDAD


¿Estás trabajando en algo por el estilo, actualmente?


–Tengo ganas, pero no he hecho nada absolutamente. Estoy como esperando el momento de decir algo. Porque los artistas populares que estamos trabajando para el público en la comunicación de ideas nos encontramos en una situación crítica. Al menos en mi caso. Estoy revisando todo lo que hice. A veces subo al escenario y pienso muy bien lo que voy a cantar. Hay obras como “Chamarrita de los milicos”, que es una obra que la gente pide. Sería una arbitrariedad cantarla. Aunque ideológicamente es correcta, desde el punto de vista político es un arma de doble filo: y no puedo salir a decir que los milicos son macanudos. Más allá de que sea cierto que los milicos también son de extracción popular, políticamente cumpliría un papel negativo.


¿Qué canciones cantás actualmente?


–Hay canciones buenas, como “Adagio en mi país” que yo no canto. Porque aquello de que “la luz del pueblo volverá a alumbrar nuestra tierra” ya no debe decirse: estamos en eso. No es que volverá, ya volvió. Canto otras cosas.


¿Cómo fue tu experiencia personal en el exilio?


–Fue una experiencia realmente desgarradora. No sé si otras personas lo habrán padecido en esa forma. Somaticé en el exilio los síntomas de la gente que fue torturada. En Canadá se hizo un estudio hace unos años con chilenos que habían sido sometidos a tortura y estaban fuera del país. Presentaban una sintomatología que era exactamente la mía: dolores de cabeza, miedos irracionales, un estado de ansiedad perpetuo. Y yo no fui torturado: simplemente estuve en el exilio, nada más.

Se me dio en España, en México. Me interesaba la gente, los amigos mexicanos. Pero España como país, o México, más allá de que me despertaran gran interés cosas como el Museo del Prado o las pirámides de Teotihuacán, eran algo superficial, sin contacto real, como si estuviera viendo una fotografía. Puesto a elegir decía: “Mejor me quedo aquí abajo, para qué voy a subir, me quedo escuchando la música de mi país”. Yo tenía ciento y tantos discos uruguayos. Y claro, cantaba: canté en todas partes, y grabé algunos discos, con gente mexicana, con gente argentina, con chilenos.


¿Y al regresar?


–Eso desapareció, totalmente. Hubo una primera etapa en la que me preguntaba “¿Qué pasa acá?”. Porque compañeros que no conocía se me acercaban, y otros que sí conocía no se acercaban. Y a veces venían y me hablaban para actuar en tal lado, y esa actuación no se cumplía, no se formalizaba. Había todo un descalabro. Eso después fue pasando.


¿Pero sigue habiendo perplejidad a nivel creativo?


–Efectivamente. Pienso que es una pausa. Está muy bien empleada la palabra “perplejidad”. Desde luego influyen problemas míos familiares, personales. Ante eso creo que el creador, si es que el cantor lo es, debe pasar a ser más operativo, positivamente. Esto requiere militancia, más que nada militancia partidaria. Es una falencia mía: yo no la tengo. Aunque recibo a mis compañeros, recibo visitas, tengo entrevistas, coincido con ellos. Y creo que es mi obligación militar en la base, cosa que no hago. Eso me tiene preocupado. Lo que pasa es que no tengo ganas. Me encuentro con un compañero de mi edad, que estuvo en la cárcel ocho años, o que estuvo clandestino, o que estuvo exiliado, o con un joven de veintitantos, que me hacen preguntas que no puedo contestar, y me siento mal. La expectativa y la demanda son mucho mayores de lo que uno puede dar.


EL PESO DE LA FAMA


Puede tener que ver con el problema complejo de la figura, cuando uno alcanza cierta trascendencia...


–Es algo que me supera.

Eso implicaría incluso lo de la militancia. Quien militaría no sería Fulano de Tal, sino Alfredo Zitarrosa.


–Claro. Me pasa que no puedo salir de casa e ir a la esquina, porque todo el mundo me conoce. De pronto viene alguien y te hace una pregunta insolente, o te arremete. O al contrario: te abraza y no lo conocés. Ni tenés privacidad: querés estar tranquilo, leyendo o mirando el paisaje o la ventana del bar y no podés. Te piden autógrafos.

¿No hay forma de tomar cierta distancia?


–Si te habituás a cierto circuito, vas a tal bar y no a otro, a tal restaurante y no a otro, tomás tal ómnibus y no otro, si aceptás un recorrido, un periplo, entonces te respetan. Porque se agotan las instancias de interrogatorio, de agresión, de manifestación de afecto. He tenido que llegar a eso, cosa que me molesta, porque quisiera estar mucho más libre. Influye también que soy un tímido, un ciclotímico.

¿No te sostiene a veces un poco la ternura, esa cosa afectiva que aparece en “Dulce Juanita”, ese modo de dirigirse con diminutivos a la pajarita muerta?


–Sí, es un acto de acercamiento al otro, aunque se trata de un pájaro, o un huevecito. Te pasa lo mismo cuando vas a un bar y le decís al mozo “¿Me trae un vasito de soda?”. No decís “un vaso” o me “trae soda”, decís “un vasito”. Querés acercamiento, inducirlo al otro a traerte un vaso de soda, con cierta ternura.

ENTREVISTADOS


Tú entrevistaste a gente como Yupanqui y Onetti.

–El viejo Yupanqui es un tipo muy particular. Recuerdo que cuando lo reporteé empezó a hablar del río Olimar y dijo: “El Olimar no es lo que dicen Fulano y Mengano. El Olimar es freno, y le dice al hombre ‘por ahí sí, por ahí no’”. Yupanqui es una especie de esfinge. Hace muchos años que no lo veo. Si él quiere te atiende; si no quiere no te da pelota y hasta te rebaja en público. A Onetti lo vi hace menos que a Yupanqui. Lo vi en España, allá por el ’79. Después del premio Cervantes creo que debe estar viviendo mucho mejor. Está con su mujer allá, no tiene mayores necesidades económicas. Sé que está en un departamento bastante bien, con una terraza con flores. Y el vive “en su cama incandescente”, como dice Estrázulas, rodeado de libros, hace lo que quiere.


¿Naciste aquí en Montevideo?


–Nací en Belvedere. Viví en la Aguada, en el Buceo, en la Unión, en Paso Molino, en Carrasco, en Pocitos, en el Centro, en el Barrio Palermo. Los sitios que más recuerdo son la Unión y Palermo, donde viví al lado del cementerio. Allí fue donde leí a Hesse, Faulkner, Machado, Vallejo.


EL VIOLIN DE BECHO


Tu amistad con Becho (Eizmendi) dio pie a aquel famoso tema, “El violín de Becho”. ¿Cómo se sintió él al escucharlo?


–Muy molesto. Eramos muy amigos. Cuando lo grabé, en Buenos Aires, vine y lo primero que hice fue invitarlo a casa, y le puse la grabación. Se enojó mucho. Después que la escuchó, y se enojó, al ratito me dijo: “Bueno, ponela de nuevo”. Ya se calmó un poco más. La tercera vez dijo: “No está mal”. Era lógico que se molestara: imaginate verse expuesto en una obra pública, siendo él un hombre de gran sensibilidad, y a través de un tipo que nunca pensó que iba a ponerse a escribir una canción para él. Porque mi amistad con él (si bien era por razones artísticas, y colaborábamos mucho) era más que nada personal: una cosa de tomar vino o comerse una sopa de pescado. Pero no de escribir sobre Becho.

Como intérprete él era excelente. Hay un disco de tangos, por ahí, donde grabó totalmente desafinado: lo hacía a propósito. Era un improvisador nato, un músico de primera categoría. Un hombre capaz de escribir música sin buscar el tono. Tú le silbabas o le tarareabas una cosa, y él sabía en qué tonalidad estaba, dividía perfectamente, y escribía de oído. Cuando volvió, desgraciadamente, no lo vi. A los pocos días de volver yo, recibí una llamada del Becho, a las tres de la mañana. Estaba en el Jauja, y quería que fuera. Yo estaba en casa de mis suegros. Le pedí disculpas, le dije que lo lamentaba muchísimo, que me alegraba saber que estaba bien y que me llamara en cualquier momento, pero en otro horario. Poco después falleció.


La letra dice “toca el violín que no ama”.


–A él le dolía tocar el violín. Tenía un instrumento muy bueno, que lo perdió o tuvo que devolverlo, no sé qué pasó. El caso es que tenía tres violines, y ninguno de los tres le gustaba. Tenía un oído increíble. Alguien que fue primer violín de la Ossodre, al hablar de Carlos Eizmendi, comentó: “¡Ah, un hombre que es muy desafinado!”. Yo me reí: conociendo a Becho, sabía que si había alguien afinado realmente, era él.


Por Elvio Gandolfo
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miércoles, 6 de febrero de 2008

lunes, 4 de febrero de 2008

Aballay (Antonio Di Benedetto)




En el sermón de la tarde, el fraile ha dicho una palabra bien difícil, que Aballay no supo conservar, sobre los santos que se montaban a una pilastra. Le ha motivado preguntas y las guarda para cuando le dé ocasión, puede que en los fogones.

Son visitantes, los dos, el cura y él, con la diferencia que el otro, cuando termine la novena, tendrá a dónde volver.La capilla, que se levanta sola encima del peladal en medio del monte bajo, sin viviendas ni otra construcción permanente que se le arrime, se abre para las fiestas de la Virgen, únicamente entonces tiene servicio el sacerdote, que llega de la ciudad, allá por la lejanía, de una parroquia de igual devoción.

Los peregrinos – y los mercaderes – arman campamento. Se van pasando los nueve días entre rezos y procesiones; las noches, atemperadas con costillares dorados, con guitarra, mate y carlón.Aballay presenció un casorio, de laguneros, muchos bautizos de forasteros.

Más bien deambuló de curioso y también necesitado de probarse entre la gente, pero alerta y sin darse con nadie. Contó cuatro milicos.

Mientras tanto en el altar declina la llama de los cirios, afuera se reanima y alimenta el fuego de las brasas, en las enramadas de vida corta, de esas fechas no más.El cura recorre el sendero de vivaques echando las bendiciones y las buenas noches. Solicitado al pasar por cada grupo, hace honor a una familia venida de Jáchal. Se asa un chivito, la abuela fríe pasteles, un hombre sirve vino, todos en sosiego y discretos. De las quinchas vecinas brotan cantos, tempranamente entonados.

Se nombra a Facundo, por una acción reciente. ( "¿Qué no es que lo habían muerto, hace ya una pila de años? ... " )Aballay ha sido una persona en la andanza de la sotana, ahora es un bulto quieto, que no se esconde. Espera.Uno de los jachalleros lo invita a acercarse. Con una seña dice no. Otro es su apetito.Pero media el cura y Aballay obedece.

Nada agrega a la conversación, tampoco propicia su intervención el fraile, tal vez acostumbrado a esos silencios de los humildes y los ariscos.Pero a cierta altura, cuando ya las estrellas remontan el horizonte, Aballay lo sorprende con un toque en la manga y la consulta que le desliza en voz baja:

- Padre, ¿podrá oírme?...


- ¿En confesión?


Aballay medita y al cabo dice:- No todavía, padre.


Pero ahora hablemos, le pido. Usted y yo.Más tarde se apartan de la animación de los fogones, eluden a los achispados de la cantina y se pierden entre carretas dormidas donde reposan los niños.Entonces hablan y, al calar el asunto que el desconocido le trae, el religioso se regocija de su eficacia como orador sagrado. He aquí quien le muestra que su verbo penetra y es capaz de causar inquietudes.

Trata de corresponder a ellas agregando claridad y simplifica el lenguaje, la expresión, lo más que puede.

- No, hijo: no dije que fueran santos, sino que vivían en santidad. Era propio de anacoretas o ermitaños.- Dispense, no fueron sus palabras.


- ¿Qué no?...- No, padre. Los nombró de otra manera.


- A ver... estilitas. ¿Puede ser?- Puede.


- Ah, bien. Significa más o menos lo mismo. Solo que los estilitas eran una clase especial de anacoretas... ¿conoces qué quiere decir esta palabra?


- Pongámosle que no y te explicaré. Los anacoretas eran solitarios, por su propia voluntad se habían retirado de los seres humanos.


A lo más, mantenían la compañía de un animal fiel. Recorrían los desiertos o habitaban una cueva o la cumbre de una montaña.


- ¿Para qué?- Para servir a Dios, a su manera.


- No lo entiendo. En el sermón usted dijo que estaban arriba de un pilar.


- Si ... pilar o columna. Esos precisamente son los estilitas. Su rara costumbre sólo era posible en aquellos países del mundo antiguo, donde, antes de Cristo, fueron levantados templos monumentales, que apoyaban su techo en pilastras. Al desaparecer sus religiones y ser abandonados por los hombres, durante siglos y siglos, se fueron destruyendo. En algunos casos, solamente quedaron en pie las columnas. Los estilitas subían a ellas para tratarse con rigor y alejarse de las tentaciones. Permanecían allí con viento o lluvia, enfermos o hambrientos.


- ¿Cuántos días?- ¿Días?... ¡Eternidades! Se dice que Simón el Mayor vivió así 37 años y Simón el Menor 69.Aballay entra en un denso silencio.


El sacerdote lo estimula:


- ¿Y?... ¿Qué piensas ahora que sabes el tamaño de su sacrificio? ¿Podías imaginarlo?


Aballay no recoge sus preguntas. Tiene otras, muchas más, minuciosas: que si en tan estrecho sitio podían sentarse o debían estar de pie, en cuclillas o arrodillados; que por qué no morían de sed; que si nunca jamás bajaban, por ningún motivo, ni por sus necesidades naturales; que si puede creerse que no los tumbara, al suelo, el sueño...El sacerdote está contestando, más no omite sospechar que esa inquisitoria sea la de un descreído rústico, que lo esté incitando a perder fe en lo que ha predicado desde el púlpito.

No obstante, se dice, hay respuesta para todo.


- ¿Cómo se alimentaban? Lo hacían moderadamente, aunque algunos, según el lugar donde se estableciesen, se veían favorecidos por la naturaleza. Estos tal vez disponían de miel silvestre y del fruto de los árboles. De otros, especialmente de los caminantes del desierto, se cuenta que comieron arañas, insectos, hasta serpientes.El tipo repulsivo de animales que evoca ahonda la naciente preocupación del cura.


Por un sentido de seguridad, está observando a donde han llegado. "Al fondo de la noche", se dice , considerando la espesura del matorral inmediato. Se han apartado del aduar, la concentración de carretas y animales de tiro.

Se analiza junto a ese emponchado nunca visto previamente, que parece ansioso y díscolo, y de quien desconoce si debe temer el mal. Se sobrepone; hace por tranquilizarse y piensa que tiene que complacerse de esta provocación, tal vez ingenua, que lo ha llevado a la memoria de sus lecturas, aunque sea para transmitirlas a un solo feligrés y en tan irregulares circunstancias.


El religioso está explicando que así mismo podrían sostenerse por obra de la caridad ajena, pero Aballay le cuestiona. "¿No era que estaban solos y les escapaban a los demás?"


- Desdichados y creyentes hacían peregrinaciones para rogarles su ayuda ante Dios y a esas personas de tanta fe les aceptaban algunos alimentos muy puros.


- ¿Eran santos, entonces? ¿Podían pedir a Dios?- Todos podemos.


Aballay se interna de nuevo en los callejones del espíritu y se distrae del cura. Este ya lo deja estar, hasta que reaccione solo.


Después:- Usted dijo, en el sermón, que se retiraban para hacer penitencia.


- Dije más; penitencia y contemplación.- Contemplación... ¿Acaso veían a Dios?- Quién sabe. Pero la contemplación no consiste sólo en tratar de conocer el rostro de Jesús o su resplandor divino, sino en entregar el alma al pensamiento de Cristo y los misterios de la religión.


Aballay ha asimilado, pero su empeño consiste en despejar específicamente el primer punto:- Usted dijo: penitencia. ¿Por qué hacían penitencia?- Por sus faltas, o por que asumían los yerros de sus semejantes.

Concretamente en el caso de los estilitas: montaban una columna para acercarse al cielo y despegarse de la tierra, porque en ella habían pecado.Aballay sabe qué grande pecado es matar. Aballay ha matado.Esta noche, Aballay ha decidido despegarse de la tierra.Bien es real que el llano, que es lo único que él conoce, no tiene columnas, ni nunca ha visto más que las de un pórtico, en la iglesia de San Luis de los Venados.

Recuerda que para escabullirse de las disciplinas de su madre, se trepaba a un árbol. Acepta que al presente está intentando lo mismo: huirse de su culpa, y busca a dónde subir.No le valdría, actualmente. Ni un ombú, si probara el refugio de su altura y follaje. Sería descubierto, sería apedreado, aunque no supieran la verdadera causa, solamente por portarse de una manera extraña. Tampoco nadie le alcanzaría un mendrugo.

Está firme, a conciencia, en el trato consigo mismo de separarse del suelo y llevar su vida en penitencia. Mató, y de un modo fiero. No se le perderá la mirada del gurí, que lo vio matar a su padre, uno de los escasos recuerdos que le han quedado de aquella noche de alcohol.Pero él podría quedarse quieto en su remordimiento.

En tiene que andar. Salirse (de un sitio en otro).¿Cómo, si quiere copiar a los de antes, lo que contó el cura?El fraile dijo que montaban a la columna.


El, Aballay, es un hombre de a caballo.

Tempranito, a los primeros colores del día, Aballay monta en su alazán.Le palmea con cariño el cuello y consulta: "¿Me aguantarás?". Supone que su compañero acepta y, mientras avanzan al trote suave, lo prepara: "Mirá que no es por un día... Es por siempre".

La primera jornada ha sido de voluntario ayuno, la segunda de atormentarse pensando en comer y no amañarse para hacerlo.

Gozó de aquélla. Privarse un día da pureza a la sangre, se argumentó como consuelo.Después vino el hambre tan grande y con tal reclamo que entró a desesperar de conseguir ayuda, y por consecuencia de no ser capaz de cumplir su intención.Lo orientó el humo. Se ganó al rancho. Habían carneado y asaban las achuras en el mismo patio. No hizo falta que pidiera. Solo que llamó la atención con su resistencia a ponerse a gusto, junto al puestero y los suyos. De todos modos, le alcanzaron una generosa porción ensartada en su propio cuchillo.Supo que esta vez era diferente a otras. Había recibido el bocado hospitalario que, sin preguntas, nunca se niega al que hace camino. Antes también lo tuvo, en distintos sitios. Sin embargo, desde esta ocasión podría volvérsele necesidad de todos los días, y se le nubló el orgullo de su nueva condición.

Ya estaba cercado por los apuros que no pudo prever y los que la penuria comenzaba a mostrarle.

En adelante debió socorrerse con imaginación y ahí donde la astucia fallaba o vislumbraba riesgo de quebrantar su designio, tomaba enseñanza del relato del cura.No menudeaban los ranchos, por esas soledades, ni él se figuraba de entenado.

Se haría de avíos o provista, algún recurso guardaba como para poder pagarla. ¿Cazar? Sí , pero ¿cómo cocer la carne? ¿Fruta? La naturaleza de esa región la negaba.Habilidoso fue siempre para las suertes sobre el estribo o colgado de las cinchas, con lo que le vino a resultar sencillo recoger agua en el jarro o, por probarse destreza, beberla aplicando directamente los labios a la superficie de los arroyos.

De dormir sobre el caballo tenía experiencia y éste de soportarlo. Pero, si no lo aliviaba de su carga, no le concedería descanso y sobrevendría la muerte del animal.

Enlazó su cimarrón, lo convirtió en su parejero y se pasaba de una cabalgadura a otra, para darles respiro.

El segundo no hizo resistencia ni al jinete ni a la rutina; seguramente había tenido dueño.Pudieron someterlo a las prácticas menos ilustres sus necesidades naturales, de haber tomado con absoluto rigor de la ley vivir montado.

Tuvo el tino, aquella noche, de consultárselo al cura, que nunca supo a qué tanta averiguación sobre los hábitos y vedas de los encimados a las columnas. Dijo el fraile que no concebía penitentes a tal punto severos que se prohibieran descender a tierra por tan justificada razón, aunque no dudaba que algunos cometieron esos excesos de mortificación.De todos modos, Aballay se proponía se limpio. ¿Acaso no penaba por limpiarse el alma?


Aballay remueve las ramas de un arbusto, buscando vainas comestibles. Sorprende a un pájaro atolondrado que demoraba en volarse. Lo manotea en el aire. Lo retiene con cuidado para no dañarlo. Nota su agitación desesperada y lo dispensa del pavor.

Ya se proyecta el ave hacia arriba y al hombre le da contento su libertad.Pero se le atraviesa una memoria empecinada: la mirada del gurí, cuando le mató al padre.También terca, porfiada en volver, es su imaginación de los empilados.

Suele como esta noche, estremezclársele con las impresiones del día.

El, Aballay, es un penitente y está parado en un pilar. No una columna de las de iglesia, tampoco pilón de portal de cementerio: pilar de puente, de piedra, sólo que más fino y encumbrado, él arriba.No está solo. Hay otros pilares y otros que penan. Son los antiguos, los santos, y para él resultan extranjeros. No se hablan, porque así tiene que ser, y si hablaran él no entendería su lengua. Se cubren, como él, con ponchos.En una parte del sueño hay paz, después cambia en pesadilla: llegan los pájaros.Le caminan por la cabeza y los hombros. Le picotean las orejas, los ojos y la nariz, o quieren alimentarlo en la boca. Hacen nidos, ponen huevos... y él, en todo momento, está muerto de miedo al vacío, donde caerá si se mueve.


Aballay despierta a medias. Le ordena a su alazán: "¡Quieto..."Encuentra una pulpería. Pasa de largo, no le sirve: no tiene reja empotrada al muro del frente para hacer su compra desde el caballo.Al tiempo halla otra. El pulpero antes de entregarle el charque pone la condición: "Platita en mano". Aballay descuelga de su sitio algunos de los cobres que, con otras monedas de diferente ley, hacen el esplendor de su rastra.Desemboca en el patio de una posta. Se juega. Baraja, taba. En el redondel, los gallos se dan la muerte a primera vista, o a ciegas, si se revientan los ojos a puazos. Se apuesta.

Se come y se bebe.

Aballay, ha atado el cimarrón al palenque, con su alazán circula entre los grupos, por ver. Lo mismo ante el asador. Pero alguien lo provoca: "el que no se pone, no come".

Aballay comprende. El provocador está por tirar la taba. Aballay desune de la rastra una moneda. El hueso que hace su vuelo e hinca el borde en la tierra decide que gane Aballay. El perdedor paga: con desprecio arroja dos monedas al suelo, entre las patas del alazán.


Aballay observa los dineritos que podrían ser suyos, si se humillara a solicitar a alguien los recoja del polvo y se los ponga más al alcance. Podría tomarlos él mismo, corriéndose por la barriga del animal, asido de la cincha, pero daría risa, y tendría que pelear.

Considera con vaga tristeza el doble relumbrón que lo espera, enfila hacia el palenque a desatar al parejero, y parte.Desde entonces, por ese gesto, para los testigos nada fáciles descifrar y que tendría relación con el desprendimiento, a Aballay le nacen famas.El no se entera.

Si fuera más avisado, las habría visto dar lumbre a los ojos admirativos de la moza que una mañanita le tendió unos mates con azúcar.Amargos son los que él se ceba, de madrugada y a todo requerimiento de las tripas cuando de vuelven quejosas. No abusa de la licencia por causa de extrema necesidad o fuerza mayor – aunque para él lo sea la yerba – que creyó sobreentender de los ejemplos del cura. No pone pie a tierra ni para encender leña.Dispone de los cacharros debidos. Elige un desnivel del terreno que le sirve de mesa en tanto él pueda arrimarle el caballo de manera que, aproximadamente, se recueste en el borde. Sobre esa prominencia, no más alta que donde va la montura, hace un fueguito y caldea el agua.


Cuando la llanura exagera de chata, se interna en las rajaduras profundas y anchas de la tierra que abrieron olvidadas correntadas. De esta manera, busca un nivel desde abajo.Para sus pausadas mateadas del ocaso, se entiende que coopere el cimarrón, tan sosegado como es. Sin incomodar al amo, ramonea toda planta que halle a tiro. Mientras, el compañero libre de tareas explora a su gusto la terneza de los brotes y los pastos.

Aballay tiene las piernas cruzadas sobre el dorso del cuadrúpedo, que es su asiento. Entrelaza los dedos para abarcar en el hueco de las manos el volumen de la liviana calabaza. Sorbe, con dilatadas pausas, de la labrada bombilla de metal plateado.

Se absorbe, Aballay, no en sus pensamientos quizás, sino simplemente en su parsimoniosa mística del zumo verde y cálido. No obstante, él, que no suele hablar solo, una vez, en voz alta, exclama: "¡Dios es testigo!".Extrañado del clamor, entre un silencio tan tendido, el cimarrón reacciona con un relincho y se sacude. Por el remezón, Aballay se despeja.En una trocha tropieza con cuatro indios mansos. Desprendidamente, le ofertan pescado, que a poco hiede. Está crudo, lo transportan en canastas de totora expuestas al sol, a campo traviesa, para feriar en poblado. Aballay no acepta, pero retribuye la intención: de sus alforjas les provee dos puñados de sal.De inmediato los indios acampan, encienden un fuego, destripan y asan los bichos de escamas nacaradas.Ahora huelen pasablemente, para el hambre sin curar de Aballay. Aguarda, se horqueta en su potro.Los cuatro pescadores se han puesto efusivos y pretenden forzarlo a bajas con ellos. El no accede pero recibe su porción.Los indígenas mascan en cuclillas. Uno lo observa de reojo, prolijamente en todos los instantes. Deduce que no es que el blanco no quiera, sino que no puede despegarse de los lomos del animal, y traslada a su clan esta preocupada conclusión: "hombre – caballo".


Bultos duermen en la noche. Forman uno Aballay y su cabalgadura; hace el segundo la otra bestia buena. Anidan en un malezal, nada mejor han hallado en lo que la vista podía alcanzar. No hay luz lunar, la impide una cubierta de nubes.Aballay está encaramado en un pilar.


El sol le hace arder la boca que guarda resabios de pescado echado a perder.Hay otro anciano. La columna de éste es más espléndida, pero la sed los iguala. No tiene aguante. Se abre el escote del poncho, para ventilarse. Todo transcurre en silencio, hasta que el santo antiguo clama: "¡Agua!". No le parece a Aballay que dijera agua, aunque ése es el sentido que le encuentra a lo que hizo el otro; más bien se le figuró un trueno, casi encimado a un relámpago.Cae, Aballay, cree que volteado por el relámpago o el rayo, al golpearse despierta y ya lo empapa la lluvia. Un instante disfruta del agua que le contenta la boca ardida. Hasta que descubre que ha tocado tierra con el cuerpo.Batidos los ojos por el chaparrón , intenta no obstante elevar la mirada, al menos la frente, en un confuso acto que no sabría desentrañar él mismo: ¿Está pidiendo perdón, haciendo valer que no fue a propósito?...Embarrado y trastornado, salta sobre el pingo y a su juicio y riesgo, aunque temeroso, decide que esta bajada no hay que ponerla en la cuenta.


Admite que lo tiene agarrado un yugo que él mismo se echó.

Lo acata con la obediencia más sumisa.Los días de la polvareda grande lo tienen exigido y del apremio saca listeza para mejorar su sustento.Por los indicios entiende que no es polvo del viento, sino de caballada, y no montaraz, si no caballada de tropa armada.

Malo eso para Aballay: puede ser reclutado o lanceado, sin causa; puede perder los pingos, por requisa o por codicia.

Se ampara en las lejanías y yendo a ellas se aparta de las últimas huellas de la gente, cae en la bruta pampa.Toma referencia de las ilustraciones del cura, cuando le contó de aquellos arrepentidos de los tiempos de antes que, si iban a dar al desierto, no todo era miel para ellos: de comer arañas y hasta víboras le habló.

Sopesa la alforja del charque y se le pinta, no muy distante, el hambre. Esta le encadena ideas: serpiente – lagartija – piche. Posiblemente en el desierto de los santos antiguos no correteaban los armadillos.Precisamente de sus mareadoras corridas en varias direcciones, de sus zambullidas en las cuevas, del ahínco con que ellas se prenden de las raíces, depende la dificultad para que Aballay logre cazarlos desde el caballo. No obstante, arriesga rodadas (suyas, al colgarse del potro lanzado a la carrera; del animal, si hunde la pata en los agujeros que cava el piche para vivir).Fracasa y fracasa. Persevera y aprende.

Después, cocerlos es como caldear agua para matear. Sólo que hay que sacrificar los bichos. Puestos boca arriba, a punta de cuchillo los despensa y los abre en cruz. En su propia cáscara, que sirve de olla, y en su misma grasa, que tiene abundante, se fríe el almuerzo.De esta suerte, sobra comida. Pero falta el agua, carencia que obliga al regreso.Harto astroso ha vuelto. No se ve a sí mismo, hace tiempo. Pero los ojos de los demás le controlan la presencia, no porque salga de lo común la aparición de un menesteroso, sino por resistencia a los malentretenidos, que pueden cometer iniquidades cuando caen en la miseria extrema.Halla conocimiento en un rancho. No lo reconocen a él, nunca lo vieron; le reconocen sus famas, que le han crecido, sin él saberlo, que son diversas y contradictorias, aunque lo realzan, dentro de una concepción reverente."Lleva su cruz", se susurran, con actitud reverente.

Aballay, que afina el oído para pillar el secreto, considera que la verdad es justamente lo contrario: él no tiene ni una cruz, ni una medallita, ni una estampita siquiera.Acepta unas pilchas, que le son propuestas con comedimiento.Es un día cálido.Busca el arroyo y se sumerge en prolijas abluciones.

No tiene peine y se fija como primera meta un boliche o pulpería donde adquirirlo y reponer la provista de sal, yerba mate y tasajo.

En camino, al tranquito corto, una tarde a eso de la oración, con el cuchillo descorteza y pule un trozo de rama seca, luego uno segundo y más corto. Los une en cruz con un tiento. Con otro se la enlaza al cuello y la echa por fuera de la camisa o blusa que ahora posee por dádiva de los puesteros.

Del paraje donde conviven unas cinco casas le salen al encuentro unos estampidos que no han de ser de guerra, como lo distingue al poco por exclamaciones que son de entusiasmo y muestran alegría.

Al pasar hacia la pulpería observa al costado la causa: entre tablones y con un tope de tronco, circulan, por mano de hombre, pelotas macizas y duras, de quebracho pueden ser, que ora buscan su senda con independencia y ligereza, ora se dan golpazos de matasiete.

Lo tientan las bochas. Seguro que se podrá apostar. Lo ataja un recuerdo deprimente. ¿ y hacer un tiro? ¡Lindo sería!... ¿Desde el caballo?...El peine, el charque, sal y yerba le consumen los valores de la rastra. Solamente retiene una moneda, la más valiosa, el patacón de plata, que era el centro del vistoso ornamento. Lo guarda en un pliegue, como bolsillo, que lleva por dentro de ese cuero curtido que le faja la cintura con donaire y solidez.Se incorpora no al juego sino al espectáculo de las bochas, sin meterse entre la hombrada. Como permanece, lo toman en cuenta, a la hora del asado:

- Hágale, con confianza.


Como está indeciso, le insisten:- ¿Y?... ¿Gusta?


Aballay asiente, apenas con una inclinación de cabeza, sin comprometerse del todo, ya adivinan lo que sucederá a continuación: pretenderán que para arrimarse al asador descienda y se entablará el repetido duelo con sus resistencias.Así ocurre hasta que alguien toma razón del crucifijo y pide parecer a un vecino: "¿Será ese que...?". Hay acuerdo en que puede ser. Van ellos, entonces, a rendir su ofrenda – pan y vino, como principio - a ese peregrino extraño que, según decires, no descabalga nunca.Así terminó la primavera y pasó el verano, Aballay.


El invierno le hizo pensar que el estío había sido una gloria, para su vida al raso.Por el fondo de los campos estaba subiendo el sol, pero Aballay no terminaba de despertarse. Helaba, y él estaba helando. Lo poseían vagas sensaciones de vivir un asombro, y que se había vuelto quebradizo. No intentaba movimiento y lo ganaba una benigna modorra.


Mucho rato duró el letargo, ese orillar una muerte dulce, mas atinó a reaccionar su sangre a las primeras tibiezas de la atmósfera.Al tomar conciencia del riesgo que había vadeado, se santiguó, besó la cruz de palo y controló sus apoyos, sobre los que discurrió."Si muriera encima de un caballo... ¿Quién me despegaría de él? ¿Podría, la muerte?..."Desde su carretón ambulante, el mercachifle lo convocó con una voz: "¡Gaucho!", que Aballay no reconoció para sí o lo predispuso contra la intención de quien lo nombraba de esa manera, por unos cuantos aplicada con menoscabo. Iba a desentenderse de él; no obstante, el otro, a gritos para hacerse oír, sólo quiso preguntarle si tenía plumas.


Aballay se contuvo.- ¿Plumas?...


- De avestruz.


Las compro, o cambio por mercadería, buena mercadería.Por este encuentro y la tal propuesta, Aballay creyó hallar oficio que no lo hiciera renegar de su voto.Tuvo que correrse a la llanura central, menos árida, más solitaria, y rumbear al sur, hasta confines odiosos por sus peligros, los de tener encimados los territorios de tribus no avenidas con el blanco.Acechó al ñandú. No para faenar sus carnes (empresa imposible sin echar pie a tierra). No que quedara sin vida, quería Aballay: que quedara sin plumas.


Supo de pacientes vigilias, aplicó el ojo avisor, se sometió a la inmovilidad (por no delatarse al zancudo).Ensayó carrerearlos y sobre la marcha, al emparejarse, arrancarles los alerones o parte de la cola. Demasiado resistentes le resultaron; si el alazán por un trecho alcanzaba al ñandú y él se le aferraba a las plumas, los enviones del patas largas amenazaban arrastrarlo o le dejaban como recompensa un manojo escaso o maltrecho.

Lamentó su ineficacia con las boleadoras, de las que de todos modos, carecía.Ensayó el lazo. Aprendió que voltear de un tirón al avestruz no es dominarlo. El ave grande pateaba con una energía temible y le espantaba el caballo.Comprobó, por último, ante la reja del pulpero, lo engañoso de las ilusiones del trueque.Que fuera oficio para mujeres, nunca se le avisó; lo daba por hecho como menester de varones. Sin embargo, ahí, al comando de la carreta, estaba una.Por el momento en aprietos considerables.Aballay no fue tenido en cuenta, ni él se postuló, ni adelantó palabra. Meramente se detuvo a un costado a apreciar la situación y tomó nota que en el interior de carruaje estaban atrapados: otra mujer, de apariencia más delicada; un civil, quizás el marido, y hasta tres niñas.

Resaltaba que para la mujer carretera sacar del agua fangosa esa mole con ruedas era obligación de los bueyes y se lo exigía con voces de mucho imperio y el duro estímulo de una picana bien manejada.Aballay entró al pantano, a probar honduras. A continuación, desenrolló el trenzado y enlazó el pértigo.

Se paso a la vanguardia y con el de montar y el parejero comenzó a cinchar, cuidadosa pero firmemente. Todo ello, sin perder su posición sobre el alazán, lo cual motivó primero la atención, luego la estimación de la mayorala. Esta entro a colaborar con él.No sirvió el esfuerzo inicial por el mucho peso del carro y la carga entera. Menguó: Aballay desembarcó, uno a uno, a los cinco transportados y sin dar tregua a sus caballitos los reimplantó a la cuarteada.Hacia el crepúsculo, liberados de la prisión del cieno, aunque abundaran las injurias de éste sobre botas, ropa y rostros, los confortaban a un fuego animoso sobre piso seco.


La olla de mazamorra se confiaba al influjo de las llamas quedas.Aballay pudo comprobar su destino – que no pretendía – de provocar desconcierto, teñido de admiración.Con este estado de ánimo, la carretera acató sin insistencia ni comentarios que rehusara desensillar para tomar una comida caliente y más tarde su descanso en forma natural. Ejerció una prudencia elemental y confió en hallar ocasión para retribuir mejor la ayuda.


Aballay durmió sobre el cimarrón.Al despertar, sabedor del apego que le profesaba el alazán, que como de costumbre había quedado suelto, no le preocupó su falta; lo supuso vadeando largamente en resarcimiento del desgaste que tuvo el día anterior.Saboreó él, Aballay, su propio verde amoroso, en sucesivas rondas que el postillón adolescente le sirvió con tortitas de maíz. Luego salió en procura del demorado.Cuando lo encontró, estaba tumbado, sin inquietud, sin violencia, sin resuello.Aballay entró a pensar y hubo de inquirirse si bajar por su potro le sería dispensado. Rumiada la duda, no lo hizo. Colgado del cimarrón, retiró el cabezal del alazán y dejo que su mano se demorara tiernamente asentando el pelaje sano y parejo.Se le instaló el desamparo en la voluntad, una desolación que lo puso inservible, hasta el punto de no atinar qué hacer para no matar con su peso al cimarrón.


Estaba igual que al principio; para no asentar la bota en tierra precisaba un caballo más con que alternar.Sin decisión, siguió la carreta.Más adelante, en una parada, hubo ocasión:- Concédame...Con esta sola palabra, la mayorala le hizo don de la mulita, la de servicio, la que llevaba de rabo del carro para un rodeo o avanzada del postillón mozo.

Se sumó a la travesía, sin resistirse a la ojeriza que le dedicaba el hombre que mudaba destino, de un costado a otro del país, con sus bártulos y su familia de cuatro polleras entre los cueros del galerudo y lerdo transporte de bueyes.

Para Aballay estaba bien con que la mayorala tolerara sus hábitos. Si no se hacía mella de éstos, conllevaba tareas. De tal modo resultó que pudo darle a ella algunos desahogos, de media jornada más, conduciendo él la carreta. Le bastaba pegar un salto de su cimarrón al pescante: no pecaba de posarse en tierra.En la noche, el resguardo de la caja del carretón le aligeraba el trámite hacia un sueño con menos escalofríos. El yantar se había vuelto seguro.Aballay se incómodo a sí mismo con dos preguntas ¿Por qué ella me ampara? Lo que yo hago, ¿es penitencia?De la primera pidió respuesta a la bienhechora:


- ¿Por qué?- Por que me ayudás. (Ella lo voseaba, no él a ella.)


No lo convenció y se fue al silencio.Entonces, la mujer se allanó a confesarle:


- Porque me recordás a un hijo que supe tener.


Conversaban en igualdad (a igual altura), en la noche. Para hacerlo real, él se arrimaba en la mulita y ella se sentaba en el piso del pescante de la carreta quieta.Cuando la mayorala le alcanzaba un tazón o un cacharro, vale decir, alimento de tomar con cuchara, a Aballay le asomaba la inquietud. La cuchara, en su mano, le representaba el bienestar, y era cuando se preguntaba si de verdad hacía penitencia.La llamaba "vida de balde" y sabía que eso era como "vivir de regalo", pero también sospechaba que fuera vivir en vano.Pensó, una vez, ir al encuentro del cura o de otro hombre mayor e instruido con quien aconsejarse.A sus dudas, como de una tiniebla, le venía la réplica, casi parecida a una justificación: vivir para pagar una culpa no era vivir en vano.


Podrían haberlo tranquilizado, esos pensamientos, si no se hubiera interpuesto en cada caso, la cara del chico. ¡ No había arreglos, con el gurí!.Aballay desaparece dos días.De vuelta, se distingue sobre la mulita un fardo. Esa diferencia podría no tener significado; no obstante, la mujer de la carta le atribuye alguno, aunque todavía incierto.


Que Aballay se lo confíe, como está haciendo, podría creerle contribución de su parte a los consumos del viaje. No es lo que la mujer considera, menos cuando deslía el bulto y encuentra: tocino, ginebra, sal, galleta... sí; pero además una pieza de percal, agua de olor, un pañuelo...Algo, en la mayorala, se pone muy flojo.Ahora ya casi comprende... Quizá, que no es un presente común. Que Aballay se va y paga. No, no paga: retribuye.


Casi lo puede entender de esa manera, pese a que Aballay aún nada explica, ni cuenta nada.Ni dirá que entregó el patacón de plata, aquel guardado en el pliegue de la rastra para la ocasión especial. O para una gran necesidad (como la de hacer lo que ha hecho)Como se perdió la carreta con su mayorala, se perdió el invierno y se pierden los años.


Murió el alazán, murieron el cimarrón y la mulita. Siempre pudo sustituirlos, nunca con ventaja. Lo más, orejanos; los menos, dóciles. Por hallar sumisos, cuando enlazaba perdidos sin marca, los elegía viejos, reputados de mansos. Precisaba uno preferido para montar, y el ladero. Un tiempo se avino a llevar, de parejero, un burro. Precisaba, propiamente, un sillero.


Ni silla, ni montura, ni bastos llegó a tener.Sospechoso de abigeato, y en reincidencia, un policía le cargó la mirada.Aballay y su yunta fueron arreados al destacamento.

El milico le mandó el "Bajate, que el comisario te quiere ver".Soportó el tono, soportó el enojo y las palabras puercas. Calculaba para enseguida unos guascazos y unos tirones, pero el milico decidió darle una oportunidad.

- Tenés que entrar, por las buenas


- No me niego, si es montado.


- ¡Ah, vos, con tu manía!...


– lo reconocía y lo despreció, el uniformado, sin atreverse a más.


Fue a poner el litigio al arbitrio del comisario. Salió de vuelta no por contrariado menos altanero, e hizo las cosas como si se dirigiera a un tercero.- De orden de mi superior, que el citado Aballay tiene que comparecer no más.Si bien debió agregar, de distinta manera: "Andá adentro, te las tendrás que ver con el jefe. Pero pasa derecho al patio, podés entrar con tu flete".


El comisario, para no ser menos que el indagado, fingió que estaba por salir con apuro y subió a su caballo. Sólo entonces, como condescendiendo a no dejar desatendida la cuestión, planteó el reclamo: "!Despachemos pronto! Me va a decir, Aballay, en qué asuntos se ha metido... ".Pero fue indulgente. Sabía ( o creía saber) ante quién se hallaba.Al tiempo de vida errante, le había salido al cruce una partida de jinetes.Eran tres y pensó en malandanza.


De él quisieron sondear una suposición semejante (el crucifijo al cuello podía usarlo como un despiste) y, al parecer, con unos datos creíbles se les pasó tal idea.- ¿Querés trabajar?- Según...Enganchaban peones. Dos de ellos lo eran y el otro su capataz. Estaban formando una hacienda, para un patrón.

Reclutaban hombres para el desmonte.Aballay dijo no, que él no.- Pretencioso el gaucho – soltó uno. Con agresividad."¿Otra vez?", se consultó Aballay, y no pudo impedir que se le embravaran los ojos. Se los controló el retador y para acentuar la provocación le caracoleó el caballo por delante.No le gustó el lance inútil, al capataz.


Lo llamó al orden: "¡Pereira!", e increpó a Aballay- ¿Quién sos?


A Aballay le salió la respuesta: "Un pobre", como un tenue desprendimiento. Lo miraba de frente y ya no tenía cólera ni soberbia en el rostro.Entonces, para el principal de la partida cobraron sentido la cruz de palo y las trazas, ya de mucho oídas, del montado errante. Con respeto llevó la mano al sombrero y se descubrió la cabeza.


Y Aballay supo que, al cabo de tanto, había regresado a la comarca acogedora de donde lo apartó la carreta.Otras veces se encontró con gente de a pie: "Más pobrecitos que yo...", comprobaba.Podía transcurrir un día sin que distinguiera persona, y quizás lo mismo le ocurría al otro; sin embargo, al coincidir raramente se excedían de estas manifestaciones- Buenas...- Y santas, amigo.


Y cada cual proseguía, con el nudo de lo suyo, cerrado, dentro de un mundo tan abierto (y solo).Podía dar testimonio de éxodo - vaya a saberse hacia dónde que imaginaban el pan – de familias que nada poseían, salvo los hijos. Tropitas polvorientas, en las que el padre hacía punta, y luego los chicos; uno, puede que de leche, bajo el cobijo del amplio chal de la madre, negras por lo común las vestiduras de ésta.

El más animado, cuando no extenuado por la hambruna, era el perro.


- Buenas...- ... y santas, señor.


Resaltaba la respetuosidad, no sólo por darle a Aballay el trato de señor. Al ver de cerca al montado, se había recuperado del borde de donde descansaba. Sombero en mano, lo sacudía del polvo contra la pierna.


- ¿Me conocés?- De mentas, señor.


Aballay lo dejó parado y meditó. El caminante era el tipo del venido a menos hasta lo muy mínimo donde ya ni fe en sí mismo le queda. Aballay consideró que podían hacer juntos el camino y se dio cuenta de lo provechoso de la cooperación entre un hombre privado de la tierra y un hombre que puede desenvolverse al ras del suelo. Aballay se dijo que andar con otro demandaba plática y él no era de mucho hablar.


Tan bien lo probó que al rato se fue sin revelarle que lo estuvo pensando de acompañante.En una cuesta descollaba a distancia uno como ensotanado, por el poncho negro y caído hasta los pies. Gesticulaba, llamándolo a llegar a él mas de prisa, lo que no obligó a Aballay.Sostenía un largo palo, más alto que él, y el personaje se parecía al palo.


Desplegó méritos para acreditarse, vivísimamente interesado en conquistar el uso del caballo que consideraba vacante.Aballay toleró el discurso, notó codicia, midió la potencia del palo. Sencillamente le notició que se inclinaba a no tener socio alguno, lo cual exasperó al figura y ante este resultado Aballay se decidió a partir sin agregar palabra.


El taimado zumbó un varazo propio para hacer volar la cabeza del jinete, que con agacharse la salvó, mientras ponía distancia con la ligereza de sus caballos.


- ¡Anda, ve con Dios! – le vociferaba, muy castizamente, el salteador fallido - .


¡Anda, ve con Dios!..."En eso estoy", se consoló Aballay.


En una época siguiente, padece deterioro de salud. No lo esconde, tampoco lo pregona.Las puesteras hacen lo que pueden por él: un té de yuyos, un caldo de ave, una tibia leche de cabra... No se atreven a medicar: piensan que a un hombre en ese estado hay que mandarlo a la cama, pero no a ese hombre.Menos osaría ninguna propiciarle un rezo.


Por descontado que Aballay llena sus retiros con la oración.No es tanto así, como creen las mujeres. Sin embargo, Aballay reza, a su manera, y no para implorar por su salud. De siempre lo ha hecho igual.. su rezo es como un pensamiento, que continúa después que ha dicho las frases de la doctrina.

Nunca hizo de la plegaria una queja.Hoy, que se ha arrinconado con su fiebre en una barranco y tiene mucho frío, nota, con la vecindad de la noche, las majestuosas pinturas del cielo. Le llenan el espíritu y se le antoja de hacer lo que nunca se le ocurrió: rezar de rodillas, sin que tenga que quebrar su voto, sin hincarse en la tierra: doblado sobre su potro.

Prueba, con unción, con vehemencia, con tenacidad, pero no puede: arriesga una ruidosa caída.Ciñe desesperadamente sus piernas al cuerpo del animal, dispuesto a no derrumbarse, a afrontar la infinitud de las sombras que se lo están tragando.


Sueña con hojas de flor de durazno.Sueña que interpreta: ha de ser mi remedio, el tiempo soleado, ya que la flor se abre en primavera.Un día, a la vista de un duraznero que estalla en flores por todas las ramas, recuerda con benevolencia aquel sueño y se enseña del acierto de su presagio.


Una mujer le pide que salve a su hijo.Aballay no entiende. ¿ Que le ayude a llevarlo a donde se pueda dar con un médico? ...No. Que él lo bendiga y el niño se pondrá sano.Aballay se espanta de esa atribución: lo están confundiendo con un santón.Después se duele: "De haber podido, yo..."El antiguo, que se cubre con poncho blanco, le impacienta el ánimo.Entre tantos pilares de los templos descabezados, vino a subirse a la columna quebrada más cercana a la suya.Tenía un silencio odioso, muy diferente al que cumplía Aballay, porque en Aballay era como una costumbre de estar callado sin ostentación.


Aballay se sintió vigilado y aunque no pretendía ser más que nadie, no cedió, y vigilaba al vecino.Se daba cuenta si el antiguo bajaba más de lo perdonable y tomaba nota igual que si nutriera un encono.Al padecer la lluvia o el frío, resistía y comparaba, por verlo aflojar.Si granizaba, menos calculaba los coscorrones en su cabeza que los que machucaban al otro.Su comportamiento era mezquino, tenía que reconocerlo; pero, alegaba, por causa del control malintencionado que le aplicaba al intruso.


De todos modos, uno y otro lo pasaban pendientes de quien cayera primero.Permanecían al acecho de los indicios: si se ladeaba a dormir, si lo marea el sol, si lo zamarrea el chucho..."Puede que el poncho blanco le éste dando apariencia que lo favorezca de bendito..." – Aballay juntaba argumentos por menospreciar la ventaja que le llevaba el antiguo en recibir ofrendas: se acumulaban, éstas, en la base de la columna.

Después de unos cien años de rivalizarse, ninguno ganó en morirse. Los dos quedaron sin gestos justito en el mismo instante, y se secaron de a poco. Después se desmenuzaron como un par de panes viejos.No pasó sin huella para el montado esta fantasía de la noche: le marcó ondas graves de desabrimiento y melancolía.Siempre piensa en el gurí que le hincó la mirada.Pasan años. Un día se encuentra con esa mirada.


Sabe que el niño, hecho hombre, viene a cobrarse.Lo ha seguido el mozo. Lo topa en el cañaveral.Podría parecer un santón de poca edad, en digno caballo. Trae templados los ojos, pero decididos. Igual que Aballay, está en harapos.

Le comunica:- Lo he buscado.


- ¿Mucho tiempo?-


Toda mi vida, desde que crecí.No pregunta, afirma:- Conoció a mi padre.

Sería ocioso preguntarle quién es él y quién era su padre.


Le pide:- Señor, eche pie a tierra.


Aballay decide que tampoco por este motivo puede. Además, esta rumiando que no debe revelar el porqué: parecería un disimulo del miedo.Como demora en su cavilación, padece que el otro lo apure.


- Señor, he venido a pelearlo.


Aballay hace un gesto sereno, que muestra conformidad, y el joven resume:


-Sé que tiene fama de que no se abaja nunca del caballo. Tendré que abajarlo.


Le ofrecía, no más, la ocasión de un frente en que los dos pisemos firme. Si usted no la quiere, me acomodaré a su modo.Lentamente, del dorso desenvaina el facón cruzado, que es largo como la búsqueda que ha terminado.Agil y rápido, Aballay se inclina pronunciadamente y con incisión certera y enérgico forcejeo corta una caña gruesa y poderosa como de más de un metro.


Toma posición, con ella en ristre igual que lanza y ya ha guardado en la faja la hoja triangular del cuchillito.


El desafiante se asombra:

- ¿No tiene cuchillo que valga?... ¿Ni ese cortón piensa usar?


Pero ni más palabras usa Aballay, aguarda.No quiere matar, pero opondrá defensa.Luchan. Con la caña hostiga y lastima superficialmente.

Busca herirle la mano que empuña el arma, para que la suelte. El contendor lo pasa a la carrera, por el costado, bajando planazos que aciertan y escuecen. Vuelve y suelta un mandoble de partir la cara. Aballay esquiva y lo que corta el facón es la caña, formándole un chanfle perfecto. Aballay, por instinto, la mantiene rígida y no afloja. Con el extremo por ese azar afilado, la caña se incrusta en la boca del retador que atropella, y se la destroza. Resbala, manoteando inútilmente el pretendido sostén de las riendas.


Desde arriba, Aballay lo estudia, un segundo. No ha cometido lo que no quería: matar otra vez. Compasión y náusea le causa la efusión de sangre que ahoga los ayes y enturbia el bramido.


Desmonta a dar socorro y llega hasta el vencido, pero lo bloquea su ley: no bajar al suelo, y lo ha hecho.Angustiado, levanta la mirada, para consultar, y por su cuenta resuelve que en esta ocasión será justo que permanezca todo lo que haga falta.


El instante de vacilación basta para que el vengador, de abajo, alce la punta del cuchillo y le abra el vientre.


Aballay cae, perdiendo aceleradamente las energías, y lo que se embota primero es el sufrimiento de la cortadura.Alcanza a saber que su cuerpo, ya siempre, quedará unido a la tierra. Con el pensamiento velado, borronea disculpas: "Por causa de fuerza mayor, ha sido...".


Aballay, tendido en el polvo, se está muriendo, con una dolorosa sonrisa en los labios