martes, 29 de abril de 2008

El engrupido (Juan Sasturain)

Me gustan mucho la palabra y el concepto “engrupido”. Está un poco en desuso, pero los pseudoseudónimos que se suelen utilizar hoy ante la necesidad de calificar al tipo preciso –que sigue existiendo y cuánto– no suelen dar cuenta exacta de la complejidad del fenómeno, del engrupido como tal. Porque no se trata sólo de un vanidoso, un pagado de sí mismo, un “pavo real”, un agrandado. Esos calificativos hacen referencia sólo a un rasgo externo de conducta, consecuencia aparatosa de un fenómeno anterior del que no dan razón. La forma –me parece– más exacta es la que define al engrupido como uno/a “que se la creyó”. Por ahí rumbea el concepto.
Los mejores ejemplos de la condición engrupida que recuerdo están en el tango. En el tango de los años ’20 más precisamente. Un caso es el terrible Qué vachaché, de Discépolo –poco anterior a los devastadores Yira yira y Esta noche me emborracho–, donde la mina, menos cínica que harta de la malaria, encara al tipo, el gilito embanderado, y le reprocha: “No te das cuenta, que sos un engrupido.../ Te creés que al mundo lo vas a arreglar vos...” Y el otro ejemplo, en la letra maravillosa del negro Celedonio Esteban Flores, es también un apóstrofe, en este caso de hombre a mujer; el amigo de Mano a mano que le describe a la mina en qué se ha convertido: “Hoy tenés el mate lleno, de infelices ilusiones, te engrupieron los otarios, las amigas, el gavión...” En ambos casos el engrupido –devenido soberbio e insoportable– es primero que nada una víctima, un engañado. Un infeliz al fin.

Se sabe de dónde viene la palabra: el grupi o grupí es el ladero que acompaña, en remates y ventas callejeras, al que hace el verso, trabajando de falso interesado para levantar el precio y arrastrar, hacer entrar a los otros posibles clientes seducidos por un negocio que no lo es. Un engrupido es, entonces y en principio, ese incauto, una víctima de un grupi que le hace creer lo que no es, le vende o le hace creer que tiene –para beneficiarse él u otros– un valor que el soberbio engrupido no tiene.
También puede ser que el engrupido no sea engañado por nadie sino por las circunstancias ocasionalmente favorables, que se engañe por un error de percepción, que se engrupa solo, que se la crea solo. Suele suceder.
Todo viene al caso porque en nuestro pequeño pero soberbio gremio de escritores y afines, un laburo en el que –a falta de habituales posibilidades de hacer guita o alcanzar poder– el ego suele poner gran parte de su energía y atención en la busca (o la genuina necesidad) de reconocimiento, el riesgo de engrupirse ante dos palmadas sinceras y un artículo elogioso es una posibilidad cierta con altísimo grado de actualizarse en hechos más o menos penosos, de recatado o alevoso engrupimiento.
Les cuento una, ejemplar, que me involucra, sobre todo en este momento en que la Feria (de vanidades) del Libro nos convoca con sus anuales candilejas.
Me ha tocado en suerte hacer un programa de televisión sobre libros en el último año en un canal de aire y eso –nuevo para mí– me ha hecho más visible (no mucho), reconocible (no tanto) por la gente que mira la tele. Sucede entonces que, por primera vez en mi vida y quién sabe por cuánto tiempo más, me pasen cosas como que me paren en la calle para decirme “buen programa”, me griten “aguante los libros, Juan” desde una moto, los nenes le señalen a la mamá al “señor de los libros”. Y la verdad, sería un hipócrita si dijera que no me gusta. Me encanta que eso pase. Pero tiene sus riesgos, claro: si te acostumbrás a que te reconozcan, podés terminar esperando que lo hagan... Y de ahí a suponer que es normal que eso suceda, hay un paso. Guarda con eso.

Me pasó este año en el balneario chiquito de la provincia de Buenos Aires donde vamos a veranear. Estábamos esperando en una esquina el micro que nos traería de vuelta a casa cuando se dieron dos coincidencias: una señora desde una camioneta se bajó para hablarme del programa “que siempre veía” y una piba me arrimó un libro para firmar. En eso estábamos cuando pasaron unos chicos en un camión y saludaron con una sonrisa. Levanté el brazo como un juez de raya a resorte, agradecido y cortés, y recibí la respuesta –de inmediato y desde el mismo camión sonriente– tan exacta como contundente:
–¡A vos no, viejo pelotudo...!
Las receptoras genuinas del saludo tentativo eran dos lindas pibas a mis espaldas, con sus mochilas de viaje. Ellas, sí, ubicadas y conscientes de su verdadera valía, ni siquiera se dieron por enteradas. Sólo sonrieron, casi condescendientes, y me olvidaron al instante mientras yo buscaba algo en el bolso, metiendo la cabeza como el último avestruz.

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